El enfermo de Europa
Será capaz Gerhard Schröder en su segundo mandato como canciller de curar los males que afectan a Alemania, gráficamente calificada como 'el enfermo de Europa' por una publicación tan poco sensacionalista como The Economist? Mantengamos los dedos cruzados para que así sea porque de esa curación depende el bienestar no sólo de los 82 millones de alemanes sino de toda la Unión Europea, cuya economía depende de la fortaleza de la locomotora germana, ahora aparcada en la vía muerta de estancamiento.
Los resultados electorales no son precisamente alentadores para que Schröder pueda afrontar con decisión y energía las duras e impopulares medidas necesarias para que esa locomotora se ponga de nuevo en marcha. La victoria del líder socialdemócrata ha sido raquítica, sólo 8.000 votos más que su adversario conservador, Edmund Stoiber. Sin el apoyo de los verdes de Joschka Fisher, Schröder no podría repetir como canciller. Su instinto político, demostrado durante las recientes inundaciones, y su carisma, evidente en los debates televisivos con el triste Stoiber, le convirtieron en inesperado ganador de los comicios cuando sólo hace cinco semanas todas las encuestas pronosticaban su derrota. Pero, muchos dentro y fuera de Alemania se preguntan si Schröder tiene la fibra y la capacidad de liderazgo suficientes para sacar a Alemania del pozo donde se encuentra sumida. Los males estructurales que afectan a la economía son de tal magnitud que el país precisa más de un estadista que de un político capaz de granjearse la simpatía de los votantes. Necesita más de una Margaret Thatcher, que en los setenta y ochenta curó los males del entonces enfermo de Europa, que de un John Major.
Alemania, que sólo creció el pasado año un 0,6%, el peor índice de la UE, es posible que acabe éste con un mínimo crecimiento del 0,25%. Su tasa de desempleo sobrepasa los cuatro millones de personas y va en aumento con la amenaza de que 40.000 bancarrotas se traduzcan en 600.000 nuevos parados. El declive demográfico puede dar al traste con su generoso Estado de bienestar, al tiempo que se empieza a cuestionar la efectividad de su sistema sanitario. Y, por si esto fuera poco, la antigua Alemania del Este sigue siendo un lastre para la economía, a pesar de unas transferencias públicas netas de 75.000 millones de marcos anuales desde la reunificación. Sería injusto achacar la actual situación exclusivamente a Schröder olvidando los 16 años de deterioro presididos por el demócrata-cristiano Helmut Kohl. Sus planes para reducir el impuesto de sociedades del 52% al 39% y el marginal del impuesto sobre la renta del 53% al 42%, así como su programa de austeridad para recortar el gasto público del 50% del PIB al 42% en cinco años son pasos en la buena dirección. Pero no son suficientes. Si Schröder no afronta una reforma del mercado laboral y no procede a una revisión del sistema sanitario y de pensiones, los problemas se agravarán.
El espectáculo de una Alemania presionando a la Comisión para que posponga hasta 2006 la aplicación del plan de estabilidad por temor a sobrepasar el 3% del déficit después de las advertencias germanas al resto de los países de la Unión para que respetaran el dogma de la estabilidad resulta patético e irritante. Por eso, el triunfo de Schröder en su intento de relanzar la economía de su país es vital para todos. El canciller debe mirar más hacia Bismark que hacia Weimar.