Norma boba
Heredé de mi padre una vieja casona bastante grande -antiquísima y enormísima- en medio del campo castellano y encima declarada bien de interés cultural. Como tales edificios son insostenibles con la propia cartera, decidí que comiera sola. La única solución o remedio posible no se os ocultará que era y es transformarla en un establecimiento hostelero. Me puse manos a la obra.
Para gran suerte mía en Castilla y León existe un tipo especial de hoteles que no tienen catalogación por estrellas, sino que se denominan posadas, requieren ubicación en edificios singulares y están exentos de los requisitos técnicos de los hoteles normales.
Los condicionantes de superficies de habitaciones, servicios e instalaciones son mínimos y posibilitan acondicionar inmuebles históricos que de otro modo sería imposible explotar en plan de alojamiento. Lástima que requieren estar en municipios de menos de 3.000 habitantes. No acierto a comprender el por qué de tal limitación. Sería más que deseable que se extendiera a todo tipo de casas estén donde estén. Lo importante es recuperar patrimonio, me parece.
Muchas reglamentaciones de actividades carecen de funcionalidad, de sentido, y no hacen sino restringir de forma absurda el desarrollo económico
Y aquí empezamos con las normas bobas.
Normalmente se circunscriben al ámbito de las reglamentaciones técnicas de las actividades económicas, que en muchas, muchísimas ocasiones, carecen de funcionalidad, de sentido, y no hacen sino restringir de forma absurda el desarrollo económico, teniendo en cuenta, además, que son más inmutables que el Código Civil y más rigurosas que el Código Penal.
Metido en harina, comencé por pedir las subvenciones correspondientes vía incentivos regionales. Esto fue un rosario que merece la pena contar.
Se me ofreció una especie de consultora que se encargaría de hacer los papeles y tramitarlos. Su remuneración el 10% de la subvención que se obtuviera, fuera la que fuera.
Evidentemente los mandé a freír espárragos.
La documentación la redacté yo solito, sin ningún problema.
Luego me topé con algo insólito. La ley reguladora de las subvenciones dice que pueden llegar hasta, repito hasta, un 55% de la inversión. Pero resulta que nunca llegan al tope, sin que esté dicho en ningún sitio cuánto es, efectivamente, el importe de la ayuda pública. ¡Se rige por normas internas de la dirección general de turno!
Pedida la subvención en regla, tardaron un año y nueve meses, vuelvo a repetir, un año y nueve meses, en contestar.
Desde un principio decidí que hasta que no tuviera otorgada la ayuda no empezaba. O sea, como para tener una prisa.
De aquí que las más de las veces las subvenciones a la creación de empresas se convierten o en inservibles, porque cuando llegan la empresa en cuestión ha capotado, o va bien, en cuyo caso se transforman en regalo.
Es imprescindible saber la cuantía y el plazo para poder hacer esa cosa tan tonta de los números previos. Sin olvidar nunca que estas subvenciones deben ser el elemento que hace, o debe hacer, que se cree una empresa, que sin subvención no se haría o se pondría en otra parte.
Ya con la subvención en la mano, por supuesto declarada oportunamente en el Registro de Intereses del Congreso -a la sazón era diputado, sin que todavía haya acertado a discernir qué influencia puede tener un pobre diputado en que le den una subvención, como no sea la negativa en vez de la positiva, por eso tan castizo y tan español del buen ejemplo (supongo que se sobreentiende que en cabeza ajena, claro)-, decía que con la subvención dada empecé proyecto y obra, que espero acabar -Inchalá- para principios del próximo verano.
Aquí empezó un sinnúmero de sorpresas. La normativa técnica que se publica en el Boletín Oficial del Estado se remite en infinidad de ocasiones a normas UNE, que son hechas y aprobadas por Aenor, que es una entidad privada, no publicadas oficialmente y carísimas de conseguir. No sé si hay una especie de lobby -por emplear una palabra suave- de ingenieros y fabricantes para crear una especie de arcano en torno a qué deben hacer los demás mortales, la finalidad es obvia.
Pero luego, una vez adentrado en tamaña normativa, uno se pregunta: ¿Para que diablos sirve esto? -aparte de para aflojar la bolsa-.
Un ejemplo. El otro día se aprobó una nueva reglamentación para las instalaciones eléctricas de baja tensión, con sus correspondientes instrucciones complementarias, aplicable solamente, como no podía ser por menos, a las nuevas instalaciones, no a la viejas.
Entonces, si se trata de implementar la seguridad, lógicamente se debería aplicar a todo, sin distingo alguno, caso contrario se crean situaciones de falta de competitividad al encarecerse lo nuevo sobre lo ya existente con la disculpa de la seguridad. Porque si se tratare sólo de seguridad todo debe ser igual de seguro.
Otro ejemplo, un amigo mío tenía un matadero de aves. La reglamentación de turno exigía la aplicación de una serie de medidas en un plazo máximo bajo sanción de clausura en caso de incumplimiento. Un plazo que, como cualquiera se imagina, se fue prorrogando año a año. Hasta que se dijo que no se volvería a prorrogar. Mi amigo, fiel cumplidor de la ley, se gastó un pastón en las obras de adaptación a la normativa europea, la competencia no lo hizo, el plazo se volvió a prorrogar, mi amigo se arruinó.
De igual forma que no sé qué mente preclara tomó la estadísticas de minusválidos para establecer el porcentaje de plazas de aparcamiento reservadas. ¿Alguien las ha visto alguna vez ocupadas?
Sucede igual, lo mismo o parecido, en innumerables ocasiones, desde la señalización de las carreteras a las medidas de prevención de incendios o los coeficientes (¿?) de seguridad en resistencia de materiales.
Existentes los disparates, el problema no es que estén, sino cambiarlos. ¿Se puede? Pues claro que sí, pero como no quiero que mi querido redactor jefe me riña, ni me mutile los párrafos, os lo cuento otro día, si os parece.