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Tribuna
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Perspectivas después de la batalla

José María Zufiaur analiza las consecuencias de la convocatoria de huelga del 20 de junio. El autor recuerda que detrás de los procesos de concertación que han tenido lugar desde 1979 estaban los intereses políticos

Atenor de la valoración y de las primeras reacciones del Gobierno tras la huelga general del 20 de junio -la huelga tuvo muy escaso seguimiento, la inmensa mayoría de los trabajadores acepta los contenidos de la norma que provocó la convocatoria, la oposición política es quien ha inspirado y liderado la huelga, CiU habrá de rectificar o purgar su escaso entusiasmo por el decretazo y los sindicatos tienen 'tendida la mano' para entrar en el diálogo social que, en el futuro, le convenga al Gobierno, pero, al mismo tiempo, se les niega cualquier gesto que indique la más mínima voluntad de iniciar con ellos negociaciones tendentes a consensuar el tema objeto de conflicto-, no parece que esté dispuesto a modificar sustancialmente, en el trámite parlamentario de la ley, que ha de sustituir al denostado decreto, el contenido de la norma.

Ni mediante una negociación con las organizaciones sindicales (negociación que es absurdo considerar, como se ha insinuado, una invasión de las funciones del Parlamento; en este país se han producido múltiples ejemplos de 'legislación negociada' con y por los agentes sociales, empezando por el propio Estatuto de los Trabajadores; y, en Europa, esa posibilidad está recogida en varios artículos del Tratado de la Unión Europea) ni a través de la aceptación de enmiendas por parte de los grupos parlamentarios.

Esto último dependerá, sobre todo, de cómo evolucione el conflicto con CiU. La inesperada dimensión alcanzada por la convocatoria de huelga, también para los propios convocadores, hace impensable una negociación con los sindicatos -al menos en el medio plazo- en la que no se rectifique radicalmente la reforma. Entrar en un nuevo proceso de concertación con el Gobierno haciendo tabla rasa de las reivindicaciones de la huelga arruinaría la credibilidad sindical y es algo que, sin duda, ni quieren ni se pueden permitir las organizaciones sindicales. Para los sindicatos es muy importante conseguir, a corto o a medio plazo, resultados positivos para los trabajadores tras la huelga; pero aún mucho más decisivo es evitar que esos millones de trabajadores que pararon y se manifestaron puedan creer que se ha dilapidado su esfuerzo y su protesta.

Entrar en un proceso de concertación haciendo tabla rasa de las reivindicaciones de la huelga arruinaría la credibilidad sindical

Es, por tanto, descartable que el inmediato futuro nos depare una especie de concertación subordinada (y hasta chantajista, si hacemos caso de la insistencia con la que algunos medios afines al Gobierno están vinculando cuestiones como la formación profesional continua o la deuda de la UGT al ICO a las posibilidades de recuperar un diálogo social), en la que los sindicatos ejercieran de acompañantes de las reformas laborales y sociales del Gobierno.

El eje de la política económica del Gobierno -déficit cero, reducciones de impuestos regresivas, asistencialismo hacia las empresas, debilitamiento de los derechos de los trabajadores-, que requiere para su realización de recortes fuertes, como el que hizo el año pasado sobre el mercado de trabajo, el que acaba de realizar sobre el desempleo y el despido, o los que tiene en cartera sobre la negociación colectiva o las pensiones, tampoco hace vislumbrar un horizonte favorable a la recuperación de un escenario de concertación social.

La experiencia indica que detrás de todos los procesos de concertación producidos en España, desde 1979, ha habido, además de otros factores, intereses políticos de fondo que hicieron posibles tales acuerdos: la intención de pasar a un escenario diferente, tras la etapa de consenso entre la UCD y el PCE, fue decisiva en el Acuerdo Básico Interconfederal y en el Acuerdo Marco Interconfederal, en 1980; la idea de sustituir, tras el intento de golpe de Estado del 23-F, un imposible Gobierno de coalición por un gran acuerdo social, propició el Acuerdo Nacional de Empleo en 1981; el paso del Rubicón de la política económica del Gobierno socialista hacia posiciones social-liberales explica el Acuerdo Económico y Social de 1984, con vigencia para 1985 y 1986; la reconfiguración del poder interno en el PSOE y en el Gobierno socialista estuvo en la trastienda de los acuerdos Gobierno-sindicatos, alcanzados en los primeros meses de 1990; entre 1992 y 1994 primó la idea de que eran necesarias contrarreformas laborales profundas -las del desempleo de 1992 y 1993 y la reforma laboral de 1994- y, en consecuencia, en lugar de acuerdos se articuló un consenso contra los sindicatos; la necesidad de consolidar una imagen centrista y dialogante, aprovechándose de la dura confrontación de la etapa anterior, creó las condiciones de la concertación social entre 1996 y 2001.

¿Existe actualmente ese interés político de fondo que pueda propiciar una concertación beneficiosa? Es pronto para saberlo. Sólo un significativo cambio en las expectativas electorales del PP y los intereses del que sea su nuevo candidato electoral de recomponer las relaciones con los sindicatos, o bien un fuerte empeoramiento de la situación económica, podrían seguramente desencadenarla.

Pero eso tardará algo en aclararse. Otra hipótesis es que el Gobierno llegue a la inteligente conclusión de que la 'concertación' más posible consiste en evitar una confrontación mayor que la que hay.

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