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Columna
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Mi vecino se muda de casa

Hoy tenía previsto escribir sobre la Cumbre entre la UE y los países de América Latina y el Caribe, pero la noticia, para mí, es otra, pasada de corrido en los medios de comunicación, como no podía ser de otro modo. A muchos les parecerá simplemente otra noticia política más con escasa relevancia, por eso, precisamente es importante realzarla, refrescarla y comentarla.

Mi compañero en la página impar de este periódico ha renunciado al acta de diputado y ha anunciado el abandono de la vida pública, después de 25 años de dedicación exhaustiva a la política. Se va Juan Manuel Eguiagaray Ucelay. Qué buen adversario. Qué buen discurridor. Qué buen pensador. Qué brillante parlamentario. Qué caballero. Qué amigo. Después de haber sido todo en política, en el Gobierno y en la oposición, en la Administración y en el Parlamento, se va con tranquilidad, sin estridencias, sin rencor. Me pregunto a veces qué es más, lo que nos une o lo que nos separa. La respuesta se vierte al primer término. Y al final se impone la razón y el servicio a los ciudadanos.

Estamos acostumbrados a pensar que los políticos somos una gentecilla que se mete en esto por puro medro, que carecemos de preparación, estamos colmados de ambición y, posiblemente, no servimos para otra cosa. Por eso nos agarramos al escaño, al puesto, como a clavo ardiendo y no somos capaces de soltarlo si no es por medio de una patada propinada en cierto lugar debajo de la espalda.

Sin negar que estos casos se dan, no es ni muchísimo menos generalizable. Aquí tenemos un buen ejemplo precisamente de todo lo contrario. Vocación de servicio, preparación y entrega. Lo que significa que en el momento en que se considera que no se puede aportar más al servicio público, simplemente se deja. Sin esperar nada a cambio, sólo por convicción.

En estas situaciones de hombría -si queréis podríamos emplear la palabra personía- de bien, es bueno reflexionar sobre el papel y la función de las personas que acceden la vida pública. Nadie puede negar el mal trato que se les dispensa. Es muy fácil la crítica aduciendo que perciben remuneraciones altísimas, que, evidentemente, no se las merecen. Que tiene un estatus privilegiado. Lo que se habrán llevado.

La realidad es muy otra. Un país necesita imprescindiblemente a personas dispuestas a trabajar por los demás, y no se les puede exigir ni que sean ascetas ni los tres votos. Además, y por necesidad, la actividad pública es siempre limitada en el tiempo, porque es cierto que no es buena la profesionalidad de la política. Ya que entonces el servicio público se trastoca en personal. De ahí que la sociedad deberá la necesaria consideración a quienes dejen el servicio público. Incluso desde un punto de vista egoísta, para aprovechar el bagaje de experiencias acumuladas.

España necesita por la estructura, tal vez absurda, de su organización política y administrativa un excesivo número de personas involucradas en puestos representativos. Pensemos que partiendo de en torno a 8.000 municipios hacen falta en torno a 60.000 concejales, que se traduce en torno a 120.000 candidatos. Sin contar otras muchas organizaciones representativas. ¿Da la cosa para tanto? Que además deben ser buenos, preparados, honestos y eficaces. Posiblemente, no. Pero no se solucionan los problemas estructurales con lamentaciones. Algo habrá que hacer. Sin prejuicios y sin tapujos.

Siempre que se plantea la situación personal de los políticos es muy fácil rasgarse las vestiduras alegando que bastante tienen para lo que hacen. ¿A alguien le parece serio, honestamente, el sueldo del presidente del Gobierno, de los ministros, de los representantes populares? Malo es si queremos estar bien gobernados, bien regidos, acudir a héroes de cuento o leyenda, porque, al fin o al principio, todos, y qué bien, somos humanos.

No se puede pedir más de lo que se podría conseguir en el mundo privado. Es verdad que el servicio público puede reportar la mayor de las satisfacciones, pero personales e intransferibles. No se trata de reclamar un trato de favor, sólo de consideración. Casos hay para todos los gustos. Ahora que se va Eguiagaray tomemos nota del ejemplo bueno y dejemos siempre de fijarnos en el ejemplo malo.

Sirvan estas líneas de homenaje a quienes dedican su tiempo, sus sinsabores, lo mejor que tienen y pueden dar, al servicio a los demás. Sin esperar gratitud, ni siquiera complacencia. Sabiendo que al final aguarda, simplemente, la mera satisfacción del deber, deber sí, satisfactoriamente cumplido.

La mejor despedida que se me ocurre para alguien que ha pasado por la política como un magistrado de la Roma republicana no puede ser otra que ¡Juanma, salve!

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