Modernizar la economía
La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de los Quince, celebrada hace 10 días en Barcelona, ha tratado de fijar calendarios concretos para un compromiso alcanzado hace dos años en Lisboa, el de eliminar, o al menos estrechar, la brecha que separa la competitividad en Estados Unidos y en la Unión Europea. Hace 20 años, el PIB por habitante de la zona euro representaba el 74% del estadounidense; pero las dos últimas décadas parecen haber jugado en contra de Europa y el producto per cápita se ha contraído hasta el 65% del estadounidense. El Viejo Continente ha intentado en los últimos años reformas urgentes, pero aisladas, que no han logrado evitar el retroceso.
Las recetas ensayadas hasta ahora y las más frecuentemente reclamadas para el futuro inmediato pasan por la desregulación laboral, es decir, por ir difuminando el sello específico que las sociedades europeas han dado a sus legislaciones y a sus sistemas políticos para disponer de un modelo de redistribución de la riqueza y de elevados niveles de seguridad laboral y de bienestar social. Es lo que se ha dado en llamar el Estado de bienestar, un modelo de marchamo europeo que tiene mucho que ver con el grado de cohesión alcanzado por nuestras sociedades.
No hay duda de que la modernización de la economía europea y la pugna por mantener y mejorar la competitividad debe pasar por un mercado laboral más flexible, con mayor movilidad y más apto para satisfacer las necesidades de las empresas. Pero sería un error que la insistencia en estos objetivos hiciera perder de vista otros en los que también se juega el futuro de las economías europeas, como el incremento de la capitalización productiva y de las inversiones en educación y en investigación y desarrollo.
Estados Unidos ocupa el primer lugar del mundo por inversión en capital riesgo medida como porcentaje del PIB. Duplica en esta materia a cualquier país europeo, con la única excepción de los Países Bajos. Está igualmente en los primerísimos lugares en inversión en Investigación y Desarrollo. En el Viejo Continente sólo superan al gigante americano, en términos relativos, Suecia y Finlandia.
Es evidente que hay un largo camino por recorrer. Alcanzar esos niveles no será fácil, pero tampoco resulta imposible. Las ayudas oficiales y los estímulos fiscales destinados a competir en esa carrera y a acercarse a la meta pueden parecer onerosos para las arcas públicas, pero habrán resultado baratísimos pasado mañana, cuando se traduzcan en términos de empresas con más fortaleza y de plantillas más numerosas y mejor remuneradas. El efecto multiplicador de las políticas de estímulo a la innovación y al fortalecimiento de la competitividad es incalculable.
El objetivo de Lisboa era razonable, pero su articulación en un programa está siendo mucho más lenta de lo que debiera. Y corre el peligro de atascarse en buenas intenciones sin el respaldo de la inversión.