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Columna
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Demografía e inmigración

Manuel Pimentel considera que, a pesar de los pronósticos en contra, la población española seguirá creciendo gracias a la inmigración. Afirma que la entrada de 160.000 inmigrantes al año es fácilmente asumible

Es bien conocida la singular estructura poblacional española. Mantuvimos una alta natalidad hasta mediados de los setenta para caer a continuación en picado, hasta tocar fondo en el año 1998, cuando alcanzamos el dudoso récord de ser el país con menos tasa de natalidad del mundo. Quiere esto decir que los jóvenes nacidos en los años 1975 y 1976, es decir, los que tienen ahora unos 26 años, son las generaciones más abundantes del país. Cada año que pase se nos incorporarán menos jóvenes al mercado de trabajo, por lo que lenta, pero inexorablemente, iremos teniendo un mercado de trabajo cada vez más rígido en sus capas más jóvenes.

Esta caída de la natalidad, unido a un afortunado incremento en la esperanza de vida de nuestra población, determinará un seguro y rápido envejecimiento de nuestra sociedad. En nuestros días, el 16,9 % de los españoles tienen más de 65 años, y este porcentaje subirá por encima del 22% en el año 2025, el año que seremos el país más envejecido del mundo, rivalizando con Italia, que ahora tiene un porcentaje de mayores de 65 años del 18,2%. Para que nos hagamos una idea, en Albania, Turquía o Marruecos, este porcentaje no llega al 6%.

Pues con estos precedentes ciertos y constatables, numerosos estudios demográficos afirmaban que la población española nunca alcanzaría los 40 millones de habitantes, y que pasadas algunas décadas comenzaríamos a perder población. La realidad ha sido, sin embargo, bien distinta.

En principio ya vivimos en España 40,5 millones de personas, y a lo mejor cuando finalice el censo que se está elaborando en estos momentos nos llevamos alguna sorpresa. ¿Qué ha pasado para que, contra todo pronóstico, nuestra población siga creciendo? Pues básicamente dos razones. Una, que la natalidad ha remontado ligeramente en estos dos últimos años, al amor de la bonanza económica. Y otra, la más importante cuantitativamente, que hemos tenido un importante saldo inmigratorio. Conocer el número de inmigrantes que viven en un país en un momento dado nunca es tarea fácil, por lo que el censo ha tenido la excelente iniciativa de incluir a todos los inmigrantes que residan en nuestro suelo, independientemente de su situación administrativa.

Crecemos porque recibimos inmigrantes, lo cual, en principio, tenemos que valorar positivamente, ya que equilibran nuestra estructura de población, cubren puestos de trabajo no demandados por españoles y colaboran con nuestros sistemas de bienestar gracias a sus cotizaciones a la Seguridad Social. En efecto, los cotizantes extranjeros ascienden en estos momentos a unas 605.000 personas, de las cuales unas 160.000 son europeas, y el resto, de otras procedencias. El incremento de cotizantes extranjeros es muy importante, ya que hemos crecido un 130% desde los 342.000 existentes en 1998. Este incremento se ha visto ayudado por la importante regularización de unos 400.000 inmigrantes, que han accedido con toda normalidad y transparencia a nuestro mercado de trabajo. Dado que hasta ahora el colectivo extranjero demanda muy escasas prestaciones, podemos considerarlos como contribuyentes netos del sistema.

La población extranjera en España está en torno al millón de personas, por lo que supone algo más del 2% de nuestra población, un porcentaje muy inferior al de otros países europeos. En principio debemos pensar que la población extranjera en España seguirá creciendo. El INE ha hecho públicas unas previsiones que estiman que seguirán entrando unos 160.000 inmigrantes al año en nuestro país, una cifra absolutamente asumible, y que, aunque no logrará detener nuestro inexorable envejecimiento, sí permitirá la incorporación de brazos y mentes jóvenes en nuestro desequilibrado mercado de trabajo.

Pero tenemos que hacer algunas reflexiones. En primer lugar, los flujos migratorios son determinados por los diferenciales de renta, y no por cuestiones demográficas. Si continúa, en un futuro próximo, incrementándose la diferencia de riqueza entre las distintas regiones del mundo, la presión inmigratoria será creciente. Si por el contrario el desarrollo es más armónico, la presión sería menor. Otro dato a tener en cuenta es el ciclo económico. Si entramos en recesión, la inmigración crecerá mucho más lentamente, o incluso, como ya ocurrió en 1993, habrá más salidas que entradas. Si por el contrario crecemos rápidamente, la inmigración se hará más numerosa.

En todo caso, parece que la población española continuará creciendo, lentamente, eso sí, gracias a la población inmigrante. Y en principio, un moderado incremento de población tiene muchas más ventajas que inconvenientes. Es hora de que nos convezcamos que la inmigración no es un problema, es un fenómeno con mucho de positivo, y algunas aristas conflictivas que tenemos que minimizar. La mejor política inmigratoria no es la policial; es la que aspira a regular unos positivos flujos de personas, y a conseguir su razonable integración en nuestra sociedad.

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