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TRIBUNA

<I>Argelia en ebullición</i>

Las manifestaciones que se vienen sucediendo en este país del norte de África son un recordatorio, muchas veces trágico, de una crisis desencadenada hace 10 años y que ya ha provocado más de 100.000 muertos, sin que la comunidad internacional manifieste un interés más allá de aquel que subraya la crueldad de las muertes y la esperanza en la solución del conflicto. Poco o nada se dice sobre por qué Argelia se encuentra en ésta situación que, a los ojos de muchos observadores, se aparece como un callejón sin salida, que requeriría una mayor atención de las potencias internacionales, principalmente de la UE, justificada tanto por razones humanitarias como por razones geoestratégicas.

La responsabilidad de la UE en este caso es evidente porque, a pesar de que su política exterior es frágil y quebradiza como consecuencia de la diversidad de los intereses nacionales de los países que la forman, es un hecho cierto que hace 10 años respaldó sin la menor crítica la posición oficial de Francia, la antigua metrópoli, en apoyo de quienes en Argelia negaron la victoria electoral del Frente Islámico de Salvación en 1991 y se propusieron su exterminio, hundiendo a ese país en la guerra civil.

Las causas del crecimiento del apoyo al movimiento islamista no fueron consideradas y tampoco se tuvo en cuenta que en el epicentro de aquellas estaban la desesperación y la pobreza en que habían sumido a Argelia los Gobiernos del Frente de Liberación Nacional, que tenían el poder desde la independencia en 1962. Esas causas no han sido corregidas en estos años y la presión social y política va devorando sucesivos Gobiernos, que parecen cada vez más impotentes.

Francia, que es la antigua potencia colonizadora, es uno de los grandes países de la UE y es también una nación admirable en muchos aspectos, pero no es precisamente una buena maestra en política exterior. Fue, en su día, una mala descolonizadora de Indochina, donde dejó un conflicto largo y terrible, cuyas secuelas permanecen aún. Más tarde, el proceso de independencia de Argelia, tejido de toda clase de violencias, acabó con la IV República y estuvo a punto de provocar una guerra civil que sólo el liderazgo y el genio político del general De Gaulle evitaron. Por último, su actitud poscolonial en la antigua África francesa se ha saldado con otro gran fracaso que ha dejado a la región (Ruanda, Burundi, Congo¿) en una grave crisis cuyo final no se vislumbra.

Con tales antecedentes resulta inexplicable que la UE no dudara en apoyar las tesis francesas sobre Argelia; pero que, después de 10 años de conflicto, el asunto argelino no aparezca siquiera entre las preocupaciones inmediatas es inquietante, sobre todo si se considera que en el vecino Reino de Marruecos ha desaparecido Hassan II y no se sabe bien el rumbo que adoptará ese país, aquejado también de problemas de injusticia y desesperanza.

Los europeos tenemos experiencias cercanas y lacerantes de lo que supone dejar pudrir conflictos nacionales en regiones cercanas a nuestros intereses. Los Balcanes son una buena muestra de lo que digo y conviene recordar, en estos momentos de exuberancia antinorteamericana, que, si no hubiera sido por la decidida actitud de Washington, ese conflicto podría haber fracturado gravemente a la UE.

También somos testigos de la insistencia en la ampliación de la UE hacia el Este por diferentes razones, entre las que no es la menor la búsqueda de un marco de estabilidad en esa región de Europa, fronteriza con parte de los núcleos más desarrollados de la propia Unión. Desde esa perspectiva se puede entender el interés de la política oficial ratificada en la Cumbre de Gotemburgo, pero Europa tiene, además, una frontera sur que debería suscitar mayor interés.

El norte de África representa un problema grave como nos recuerda, casi a diario, la situación de Argelia. No hay que olvidar que hablamos de algo que está a un puñado de millas de nuestra costa mediterránea. Por eso, si Francia, que ha sido firme defensora de los poderes tradicionales de su antigua colonia, no adopta iniciativas realistas que contribuyan a la pacificación y al desarrollo económico de la región, los restantes miembros de la UE, especialmente España, deberían provocar la reflexión sobre un problema que, parafraseando a un ilustre jefe de nuestro Gobierno, no es para nosotros ni distinto ni distante.

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