La ruta que marcó a una generación
En los sesenta y setenta, muchos jóvenes occidentales emprendieron el camino hacia Oriente por tierra. A través de Turquía, Afganistán, Irán y Paquistán abrieron 'The hippie trail' Su bandera era el pacifismo; su meta, la India y Nepal, y el viaje en furgonetas Volkswagen, autobús, tren o autoestop, largo y tortuoso, una gran experiencia
Más allá de la estética, la apariencia y el contexto en que se produjo, el movimiento hippie ha logrado instalarse en el imaginario colectivo de varias generaciones.
A finales de la década de los sesenta y principios de los setenta se respiraban aires de libertad en Occidente (en España aún faltaban algunos años) y muchos jóvenes, que rechazaban los valores y lo que ofrecían aquellas sociedades burguesas y conservadoras, se lanzaron a la carretera a recorrer mundo en busca de diversión, misticismo y drogas, cannabis y otras sustancias psicotrópicas como el LSD.
Todo comenzó en San Francisco (California), una de las ciudades más cosmopolitas y permisivas de Estados Unidos. El distrito de Haight-Ashbury, donde se sigue respirando cierto ambiente hippie, fue la cuna de este movimiento.
La guerra de Vietnam se eternizaba y las ideas antibelicistas arraigaban entre una juventud que buscaba nuevos horizontes y experiencias con la mirada puesta en Oriente. El pacifismo era su bandera; su meta, la India y Nepal, y el viaje por tierra, en furgonetas Volkswagen, autobús, tren o autoestop, tortuoso.
Canadienses y estadounidenses llegaban a Luxemburgo en las míticas líneas aéreas Icelandic (las low cost de la época que cruzaban el charco) y, a veces, se quedaban meses recorriendo el Viejo Continente.
Los jóvenes solían partir de dos de las ciudades más tolerantes de la época, las del amor libre y las drogas, Londres y Ámsterdam, deseosos de alcanzar Estambul, la puerta de acceso al remoto y soñado Oriente, a la espiritualidad y al pasotismo. Desde España, algunos mochileros, pocos, iniciaban el viaje en barco desde el puerto de Barcelona hasta Esmirna (Turquía), donde realmente empezaba la gran aventura.
El gran viaje
Se abría así la llamada Ruta Hippie (The hippie trail o The overland). Los viajeros atravesaban Europa por Yugoslavia, Bulgaria o Grecia hasta entrar en Turquía. A partir de ese punto, había varias posibilidades, aunque el camino más transitado seguía hacia el norte por Ankara, Teherán y Kabul.
La salida de Afganistán se hacía a través del paso de Khyber, históricamente utilizado por las caravanas de la Ruta de la Seda y por los ejércitos de Darío I, Alejandro Magno o Genghis Khan, un tramo hoy impracticable. Desembocaban en Peshawar y Lahore, en Pakistán, y desde allí el viaje continuaba hacia Cachemira, Nueva Delhi y Goa, en la India.
Completar la ruta costaba varios meses, pero antes de adentrarse en los exóticos parajes orientales, lo habitual era que los peregrinos hicieran varios altos en el camino para recuperar fuerzas y compartir experiencias. Porque los móviles no existían, claro; tampoco internet, las tarjetas de crédito no eran habituales y las guías de viaje no servían para esta ruta.
Sin embargo, aquellos trotamundos lograron formar una red a lo largo del trayecto donde se intercambiaban todo tipo de información: dónde comer o dormir, zonas peligrosas que evitar, estado de las carreteras, cómo conseguir un visado para entrar en un país difícil...
Así fue como muchos alojamientos y cafés de la ruta se convirtieron en puntos de encuentro imprescindibles, también en lugares donde pasarlo bien o encontrar un compañero de viaje para el siguiente tramo del camino.
En el Mediterráneo hubo tres playas famosas en aquellos años que hoy siguen conservando en cierta forma el ambiente distendido y pacífico que transmitían los chicos del flower power: Asilah, en el mar Rojo egipcio; la playa Paradise, en Mikonos (Grecia), y Matala (Creta).
En Estambul, el restaurante Lale, conocido como The Pudding Shop por su gran oferta de estos dulces, se convirtió en una parada esencial en la ruta. Era una auténtica oficina de American Express para hippies donde solucionar cualquier problema, recoger o dejar mensajes... Todavía hoy recalan jóvenes con la mochila a la espalda que acuden a esta especie de santuario casi en peregrinación. Con decoración de la época, hoy Lale tiene wifi y aire acondicionado y figura en una posición destacada en TripAdvisor.
Goa, uno de los Estados más pequeños de la India, situado en la costa occidental, era el destino final para muchos viajeros. La antigua colonia portuguesa acogía a los recién llegados, que empezaron a instalarse en cabañas muy básicas durante largo periodos, sobre todo en Anjuna, un pequeño poblado situado en las costas del océano Índico.
A partir de la década de los ochenta, comenzó a desarrollase en Goa un turismo masivo de la mano de los vuelos de bajo coste y de modernas instalaciones hoteleras. Hoy mantiene cierto carácter alternativo que sigue atrayendo a mochileros de todo el mundo, los herederos de aquellos pioneros. Su recuerdo se conserva en las locas fiestas nocturnas, en los mercadillos, en las sesiones de yoga, los masajes ayurvédicos... Pero ya no es lo que fue hace más de 40 años; ahora pasar por Goa puede resultar chic, pero ha perdido el carácter contracultural que tuvo en sus años de esplendor.
Nepal fue otro de los santuarios soñados donde finalizaban su travesía los viajeros occidentales, sobre todo en Katmandú, la capital, y Pokhara, entonces un pueblecito situado en las orillas del lago del mismo nombre con espectaculares vistas a la cordillera del Annapurna, una de las montañas más altas de la Tierra. En las calles de Katmandú era posible contemplar escenas medievales, ancestrales, para sorpresa de aquellos jóvenes procedentes de sociedades modernas y acomodadas.
Lo cierto es que la capital nepalí se puso de moda y el centro, la calle Jochhen Tole, pasó a ser un barrio habitado por hippies y a llamarse Freak Street (la calle de los raros), como todavía hoy es conocida. Era la zona donde se localizaban alojamientos y restaurantes baratos, bares con música de The Doors o Janis Joplin y drogas a buen precio, sobre todo hachís y marihuana. También era lugar de reencuentro de amigos que habían concertado la cita meses antes, quizá en un café de Kabul o Teherán.
El paraíso encontrado
Pokhara, a unos 200 kilómetros de Katmandú, entonces a más ocho horas en autobús, era el otro polo de atracción nepalí, el paraíso esperado, un lugar tranquilo, de gran belleza. Años después pasó a convertirse en un centro turístico de montaña con una amplia oferta de hoteles, restaurantes y tiendas, hasta que la guerrilla maoísta tomó la zona y decayó la afluencia de turistas. Actualmente ha recuperado la normalidad y sigue siendo el lugar privilegiado, apacible y espiritual que cautivó a los jóvenes del flower power.
La revolución islámica en Irán y la invasión rusa de Afganistán, entre otros acontecimientos, pusieron fin a la Ruta Hippie en 1979, la estrangularon; ya no era posible alcanzar la India por tierra desde Europa.
Se han escrito libros y guías sobre The overland (Por tierra), la ruta que marcó a aquellos jóvenes que soñaban con un mundo mejor. Muchos de los lugares míticos que pusieron de moda viven actualmente un resurgimiento, un revival. Pero, desafortunadamente, ya no es posible completar el mítico periplo de The hippie trail.
Alojados en antiguas tumbas romanas
Matala, una playa en la isla griega de Creta, fue uno de los lugares elegidos por los hippies para reponer fuerzas en el largo camino emprendido e incluso para pasar largas temporadas; el tiempo no contaba. Su clima cálido permitía que muchos se alojaran en cuevas con vistas a la playa, sin importarles que fueran tumbas romanas en el siglo I dC, adoptando un tipo de vida alternativo, casi ermitaño.
Las cuevas se hicieron famosas. Incluso famosos artistas de la época, como Bob Dylan o Cat Stevens, se acercaron a conocer este reducto bohemio en pleno Mediterráneo, al que le dieron mayor fama. Más de cuatro décadas después, la presencia de los hippies ha ido desapareciendo, pero su paso ha dejado huellas visibles en tiendas, calles y bares o en un festival de música que se celebra todos los años en el mes de julio.
Viajeros con espíritu alternativo siguen llegando a este reducto mediterráneo, aunque el alojamiento en cuevas haya pasado a mejor vida. Hoy, Matala conserva su belleza, pero se ha convertido en un lugar de veraneo para locales y gente de paso.