Mundial 2026: la diplomacia que se juega fuera del campo
La victoria no se jugará en los 90 minutos de cada partido sino en la capacidad de México, EE UU y Canadá de convertir el fútbol en un instrumento

La Copa Mundial de la FIFA de 2026 será, sin duda, el acontecimiento deportivo más seguido del planeta. Sin embargo, más allá de los goles y las celebraciones, el torneo que se disputará en México, Estados Unidos y Canadá representa un laboratorio de diplomacia internacional y un escaparate económico de primer nivel. El fútbol, convertido en fenómeno global, ofrece una oportunidad única para medir la capacidad de tres países que comparten fronteras, tratados comerciales y tensiones políticas de cooperar en un proyecto común.
Los tres anfitriones no llegan a este Mundial en un vacío político. En 1994 firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), actualizado en 2018 con el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá (USMCA). Más de tres décadas de integración económica han cimentado una dependencia mutua que, sin embargo, atraviesa hoy momentos de fricción. La política arancelaria impulsada por Washington ha tensado la relación y empujado a México y Canadá a reforzar sus lazos bilaterales.
En este contexto, la preparación del Mundial de fútbol funciona como un ejercicio de diplomacia pública. Estados Unidos albergará la mayoría de los partidos, pero la colaboración con México y Canadá es imprescindible para garantizar la logística y la imagen de un éxito compartido. Que ciudades como Toronto, Vancouver, Seattle, Nueva York, Boston o Filadelfia sean sede convierte el torneo en una plataforma, por encima de los límites entre territorios, que obligará a un esfuerzo de coordinación institucional y empresarial sin precedentes. Estas ubicaciones generarán infinidad de desplazamientos de aficionados nacionales e internacionales y un aumento de cruces transfronterizos nunca conocido, así como la participación de los ciudadanos locales.
El deporte, recordaba Nelson Mandela en su campaña para que Sudáfrica acogiera el Mundial de 2010, necesita a la diplomacia, y la diplomacia necesita al deporte. La historia ofrece ejemplos claros: los partidos de ping pong entre China y Estados Unidos en los años setenta, el célebre duelo de hockey sobre hielo entre la URSS y EE.UU. en 1980 o los partidos de fútbol en Costa de Marfil que ayudaron a unir a una nación dividida por la guerra civil, son un ejemplo notable. Más allá de la competición, los eventos deportivos transmiten mensajes culturales, crean narrativas de reconciliación y abren vías de diálogo político.
El Mundial de 2026 no será una excepción. El fútbol obligará a los tres países a colaborar estrechamente, proyectando una imagen internacional de cohesión que contrasta con las incertidumbres en materia comercial. Para ciudades y estados anfitriones, la visibilidad global será un activo reputacional de enorme valor.
La dimensión económica de este torneo es innegable. El mercado global del deporte genera cientos de miles de millones anuales, y estudios señalan que por cada dólar invertido en deporte se pueden obtener hasta siete de retorno en términos de actividad económica, turismo, consumo y empleo. Aunque las inversiones necesarias para organizar un Mundial son menores que las de unos Juegos Olímpicos, el impacto en infraestructuras, transporte y servicios será considerable.
El Mundial 2026 también abre un espacio singular para las inversiones conjuntas entre los tres países. La necesidad de modernizar estadios, reforzar infraestructuras de transporte y atender a millones de visitantes internacionales ha impulsado alianzas público-privadas en sectores como la construcción, el turismo, la seguridad y la tecnología aplicada al deporte, más allá del marco estricto del USMCA. Los países árabes han mostrado en la última década cómo el deporte puede ser una herramienta estratégica de diversificación económica y proyección internacional. En América del Norte, el Mundial de 2026 funcionará como un catalizador de inversiones, patrocinio y turismo internacional, con efectos positivos tanto para los gobiernos como para los ciudadanos. Además, puede ayudar a mitigar percepciones negativas derivadas de las tensiones comerciales, ofreciendo un relato alternativo de cooperación y modernización.
Sin embargo, la clave de la diplomacia deportiva no reside únicamente en los Estados. Los verdaderos embajadores serán los aficionados y los propios deportistas, capaces de traspasar fronteras políticas y culturales. La pasión compartida por el fútbol convierte a jugadores, equipos y seguidores en protagonistas de una narrativa de acercamiento que ningún tratado comercial puede reproducir con la misma intensidad emocional.
El proyecto de ley recientemente impulsado en Estados Unidos para reforzar la diplomacia deportiva es una señal de que las instituciones son cada vez más conscientes del valor estratégico del deporte. No obstante, serán las interacciones cotidianas –la convivencia en estadios, las celebraciones colectivas, el intercambio cultural– las que terminen consolidando la imagen de una Norteamérica unida en torno al balón.
El Mundial de 2026 será recordado por sus goles, sus estrellas y, quizá, por un campeón inesperado. Pero, para los analistas económicos y políticos, quedará como un ejemplo de diplomacia deportiva aplicada a un escenario de tensiones comerciales y alianzas estratégicas. Al final, el torneo puede demostrar que, en un mundo fragmentado, el deporte sigue siendo un terreno fértil para tender puentes, generar confianza y abrir mercados.
En definitiva, la victoria más trascendente no se jugará en los 90 minutos de cada partido, sino en la capacidad de México, Estados Unidos y Canadá de convertir el fútbol en un instrumento de cooperación económica y política.