La energía y el día de la marmota fiscal
España mantiene una postura pasiva y fuera de lógica respecto a los impuestos relacionados con el cambio climático

Todos los planes, relativos a la transición energética, que se han llevado a cabo han mantenido el mismo patrón: la componente fiscal o, mejor dicho, la posición del Ministerio de Hacienda de no intervenir ha provocado que su desarrollo quedara en una manifestación política de ideas sin posibilidad de ejecución.
La política fiscal debe tener tres objetivos: el primero, y que es el único que se cumple, es la recaudación de dinero para cubrir las necesidades de bienes y servicios que tiene el Estado. El segundo es que los impuestos sirvan para modificar el comportamiento de la ciudadanía al gravar actividades que se consideran no adecuadas y esperar que el incremento de precios de estas conlleve una reducción de la demanda. Y el tercero es llevar a cabo una labor redistributiva que permita avanzar en un modelo social más justo y equitativo.
Con todos los Gobiernos que hemos tenido, los impuestos se han quedado en el primer elemento que los define: recaudar dinero para cubrir necesidades financieras, incluyendo, de forma parcial, dependiendo del color del Gobierno que haya elaborado los presupuestos, el efecto retributivo.
La transición energética se ha entendido como la sustitución de los combustibles fósiles, de los cuales no disponemos y que suponen más del 70% de las emisiones de GEI, por energías renovables. Esta transformación de nuestra economía la hemos centrado exclusivamente desde el punto de vista de cambio de la oferta, sin que se haya incluido ningún criterio de carácter fiscal pensando en cambiar la demanda de energía.
De hecho, queremos electrificar la demanda y que la generación sea de origen renovable, pero no solo no hemos establecido marcos de ayuda fiscal a la electricidad y a las renovables, sino que la política fiscal ha mantenido una posición indiferente, como si la transición del Gobierno no obligara al Ministerio de Hacienda. Hay múltiples ejemplos que lo avalan: el Impuesto sobre el Valor de la Producción de la Energía Eléctrica, fijado de forma general en un 7%, no distingue si esta se lleva por ejemplo con carbón o con renovables; o los vehículos no tienen diferenciado las tasas e impuestos, si son de combustión interna o eléctricos o según sus consumos y emisiones; o el Fondo Nacional para la Sostenibilidad del Sistema Eléctrico, FNSSE, que ya va para 5 años desde que se mandó al Congreso.
España, respecto a la utilización de la política fiscal relacionada con el cambio climático, mantiene una posición pasiva y fuera de lógica, tanto en la consideración de las bases imponibles como de los tipos. Somos, según Eurostat, el país 23 de los 27 países de la Unión Europea (UE) por recaudación en impuestos de carácter medioambiental sobre el PIB
En marzo de 2022 se presentó el Libro Blanco sobre política fiscal en España, elaborado por un comité de expertos con el objetivo de modernizar y adaptar el sistema tributario español. En el informe se incluían medidas para la lucha contra el cambio climático (19), electrificación sostenible (3), movilidad y transporte para reducción del uso de los combustibles fósiles (8), circularidad de la economía (5) o el agua como recurso escaso (3). En definitiva, las propuestas incidían en entender la fiscalidad no solo como un elemento recaudatorio, sino también para que fuera un elemento incentivador para modificar usos y costumbres insostenibles. Por supuesto, el libro blanco quedo en el olvido
La gran transformación pendiente es la adaptación de la política fiscal, no solo para tener un Estado fuerte, sino como herramienta para poner en marcha planes hacia una transición de carácter ecosocial en la que se incluya la componente energética. La fiscalidad es el instrumento fundamental de redistribución de riqueza y, por lo tanto, de mantenimiento del equilibrio y de la justicia social. Su principal objetivo no puede ser únicamente incrementar la presión o la recaudación, sino modificar el origen y el destino de los fondos recaudados.
La consideración de un nuevo tratamiento fiscal de las fuentes de energía y de su consumo debe llevar aparejada un desarrollo normativo profundo, así como su aplicación en los distintos tipos de impuestos para que resulte más efectivo.
Por ejemplo, para hacer que sea una realidad el mantra de quien contamina paga, los sobrecostes motivados por la generación de externalidades relacionadas con las distintas fuentes de energía, o prácticas de consumo, deben ser directamente soportados por quien genera la actividad, por el consumidor final o por ambos. En la actualidad, este principio esta más orientado hacia la permisividad del pagar para poder contaminar, de manera que es la carga fiscal la que resuelve el mantenimiento de malas prácticas que deberían estar prohibidas o limitadas por la regulación de forma previa.
La política fiscal en materia energética debe ser activa y finalista en cuanto al gravamen de prácticas indeseables y al fomento de las que sí lo son. Debemos disponer de una política fiscal ad hoc para los objetivos propuestos, no solo para que favorezca aquello que se quiere apoyar, sino para que penalice lo que se quiere limitar, procedimiento que es doblemente efectivo cuando se trata de bienes sustitutivos.
En el suministro de un bien de primera necesidad como es la energía, que está en proceso de transformación de la oferta, hay que priorizar el tratamiento según se trate de impuestos directos (sobre lo que tengo) o indirectos (sobre lo que gasto).
Los directos gravan la capacidad económica por la generación de riqueza o por la posesión de un determinado patrimonio. Obviamente, las rentas y el patrimonio deben ser tratados de forma diferencial y progresiva, también según la sostenibilidad e idoneidad medioambiental.
Los indirectos gravan el consumo y la transmisión de bienes. La presión fiscal debe ser creciente respecto al consumo, diferenciando entre las características de cada individuo y la taxonomía del bien grabado. No es lo mismo consumir electricidad de origen renovable que un combustible fósil. Y no es lo mismo el mínimo vital energético o un consumo excesivo de energía.
Cambiar fósiles por renovables, sin modificar los parámetros de consumo y sin medidas de acompañamiento que incluyan justicia social, lo convierte en un modelo parcial que no atiende al reto y a la oportunidad que está disponible. Porque, es más, una transición ecosocial bien planeada implicará un desarrollo realmente sostenible que, al mismo tiempo, contribuiría a la sostenibilidad fiscal.
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