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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Por qué restringir las puertas giratorias y prohibir el lobismo a políticos y ex altos cargos?

Visto lo visto, ha llegado el momento de plantear un debate que, quizás, irrite en las altas esferas

La imputación del exministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, por una batería de delitos que van desde el cohecho y el fraude contra la Administración hasta la prevaricación o el tráfico de influencias, pasando por negociaciones prohibidas, la corrupción en los negocios o la falsedad documental puede ocasionar un estallido como si de una bomba de relojería se tratase. Y es que, junto a él, se incluye a la mayor parte de la cúpula del Ministerio durante su mandato, desde el Secretario de Estado al Director de la Agencia Tributaria, pasando por quienes ocuparon la Subsecretaría y la Dirección General de Tributos, entre otros. Asimismo, se imputa a cuatro socios de Equipo Económico, que precisamente habían ocupado anteriormente los puestos de Secretario de Estado de Presupuestos, la Dirección de la Agencia Tributaria y la jefatura de los gabinetes del Ministro y del Director de la AEAT.

Pero más allá de la poliédrica lectura que nos deja el auto de procesamiento en torno a quien fuera el principal arquitecto fiscal de los últimos gobiernos populares –ahora investigado por haber liderado presuntamente una estructura destinada a plantear anteproyectos de leyes y proyectos de reglamentos desde el propio Ministerio en aras de favorecer económicamente a determinadas empresas a cambio de contraprestaciones–, la rabiosa actualidad nos lleva a poner sobre la mesa un debate que llevamos demasiado tiempo aplazando: el de las puertas giratorias y el lobby ejercido por antiguos altos cargos y expolíticos.

Al margen del resultado penal que puedan tener los hechos investigados, hay algo innegable: el sistema institucional está fallando cuando quienes redactan o impulsan leyes desde posiciones de poder público terminan, poco después, asesorando o representando a los sectores que se beneficiaron de esas mismas normas.

No se trata solo de ética o estética. Es una cuestión estructural que afecta directamente a la calidad democrática y a la confianza ciudadana en las instituciones. La puerta giratoria entre lo público y lo privado no es un detalle menor ni una anécdota, sino una auténtica grieta por la que podría tambalearse algún pilar fundamental de nuestro estado del bienestar. Y no exagero.

El lobby, si bien puede ser legal y en muchos casos legítimo, se convierte en un problema cuando es ejercido por quienes desempeñaron altas responsabilidades públicas. ¿Cómo puede garantizarse que las decisiones tomadas en el cargo no estuvieron ya condicionadas por la promesa de un puesto futuro? ¿Cómo se protege el interés general si quienes legislan hoy pueden estar representando a grupos de presión mañana?

Por ello, considero que ha llegado el momento de plantear un debate que, quizás, irrite en las altas esferas. Pero visto lo visto, ¿por qué no restringir especialmente las puertas giratorias y prohibir ejercer la acción de lobby a los altos cargos y expolíticos? A mi juicio, no basta con imponer períodos concretos de incompatibilidad. Es necesario cortar de raíz esta práctica si queremos evitar conflictos de interés flagrantes y preservar la autonomía del poder público frente a determinados intereses económicos.

En paralelo, urge también una regulación estricta de las agendas públicas. Todos los altos cargos deberían estar obligados no solo a publicar con quién se reúnen, sino también qué se trata en esas reuniones y qué documentos se presentan. Y es que, a los hechos me remito, la opacidad en el proceso de toma de decisiones puede considerarse un terreno fértil para la corrupción y la captura del poder por parte de lobbies bien organizados.

En este contexto, la transparencia no debe ser una opción ni un gesto simbólico, sino que tendría que convertirse en una herramienta obligatoria y exigible para poder fiscalizar adecuadamente a quienes ocupan cargos de responsabilidad. Solo así se puede atajar una dinámica que erosiona la legitimidad de nuestras instituciones y la confianza de los ciudadanos.

Porque la regeneración democrática no pasa únicamente por asumir que la corrupción no es solo el dinero negro metido en sobres o las mordidas y comisiones ilegales, sino también –y sobre todo– el uso privado del poder público, la puerta abierta entre quienes legislan y quienes se lucran de manera ilícita. Cerrarla de una vez por todas y acabar con el “y tú más” es una tarea urgente que debe abordarse con valentía y, por supuesto, consenso político.

Ya en el Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción presentado recientemente por el presidente del Gobierno, desde Gestha respaldamos el establecimiento de un mayor control y responsabilidad de los representantes públicos y altos cargos –que debería añadir una estricta regulación de sus declaraciones patrimoniales y de un régimen de sanciones por su incumplimiento–, así como la regulación legal de la actividad de lobbies y grupos de interés.

Y no es la primera vez que denunciamos las puertas giratorias de las que disfrutan algunos altos funcionarios de la Agencia Tributaria del Estado (AEAT) y del Ministerio de Hacienda que un día abandonan su cargo y al siguiente están asesorando a grandes empresas y multinacionales, en ocasiones, con conflictos tributarios a resolver, para acabar volviendo a la función pública.

De hecho, podría darse la circunstancia de que algunos altos cargos tengan conocimientos relevantes de ciertos expedientes que, posteriormente, pongan en manos de compañías o grupos de lobby en perjuicio de los intereses generales, tanto de Hacienda como del conjunto de ciudadanos.

En alguna ocasión también hemos denunciado la coincidencia poco decorosa de altos funcionarios de la Agencia Tributaria o del Ministerio en cursos especializados que organizan socios de los grandes despachos de la asesoría tributaria o de la abogacía, muchos de los cuales, a su vez, ya ocuparon puestos directivos en estas instituciones. Y es que estos asesores podrían valerse de sus conocimientos previos para plantear dudas concretas y decidir la mejor estrategia tributaria de sus clientes teniendo en cuenta el posicionamiento vigente de la AEAT.

No sé si habrá mal que cien años dure, pero sí creo que lo malo puede traer lo bueno y que ha llegado la hora de acabar, de una vez por todas, con las puertas giratorias y las posibilidades de hacer lobby, con intereses demasiadas veces espurios, a quienes un día tuvieron el poder y que por desgracia en demasiadas ocasiones corrompe.

Carlos Cruzado es presidente de los Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha)

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