Los verdaderos males que aquejan a RTVE más allá de la crisis de Broncano
El fin de la publicidad eliminó la tensión del ‘share’, orilló la gestión y puso el foco en un consejo que actúa como un miniparlamento donde prima la política
“Desengáñate. El día que se elimine la publicidad en TVE, se acabó”. Corría el año 2009 y un consejero de la Corporación se sinceraba en un conocido restaurante de la madrileña calle Recoletos antes de subirse al coche oficial y poner rumbo a Prado del Rey. No era el único que lo sabía. El propio presidente de la televisión pública, Luis Fernández, prefirió tomar un avión para hacer las Américas tras dejar el cargo en noviembre de ese año. Había sido el primer presidente de la compañía elegido por el Congreso, un hecho al que él otorgaba enorme valor. No parece haberle ido mal, a la vista de los puestos desempeñados en esta última década en gigantes como Univisión o Telemundo. Lejos de ser un advenedizo en el sector, no estaba dispuesto a perder el control de ingresos y gastos. Tampoco la posibilidad de incrementarlos, siempre dentro del servicio público, a través de buenos formatos televisivos y la generación de audiencias. Probablemente pensaba que, con la dotación presupuestaria en manos de cualquier decisión política, desaparecían los básicos del negocio. Ante semejante escenario, mejor saludar, hacer mutis por el foro y cruzar el charco.
En paralelo, en una pequeña sala de un hotel de la Castellana, se levantaba una copa. “Nunca hubierais creído que esto se iba a producir. Estamos muy contentos por las cosas que el Gobierno está haciendo por nosotros. Y sobre todo por lo que está haciendo una persona honesta, que cuando dice sí es sí y cuando dice no es no. Y esa persona es María Teresa Fernández de la Vega”. Hablaba Alejandro Alechu Echevarría, durante muchos años presidente de Mediaset y tristemente fallecido hace apenas meses. Imposible llevarse mal con él, un hombre de probada bonhomía. Le acompañaba habitualmente en esos actos institucionales Maurizio Carlotti, vicepresidente de Atresmedia. Ambos tenían razones para agasajar a la exvicepresidenta de José Luis Rodríguez Zapatero. Ni en sus mejores sueños Telecinco y Antena 3 pensaron que el Ejecutivo les haría semejante obsequio, véase el fin de la publicidad en la televisión pública. En plena debacle financiera tras la caída de Lehman Brothers y con la publicidad bajo mínimos, de un plumazo desaparecía un competidor –precisamente el más aguerrido en la negociación de los precios– y aparecía un jugoso botín, de entre 500 y 600 millones de euros adicionales, a repartir entre el resto de actores.
No fue la única dádiva recibida en esos años de penurias económicas para el país por los dos grandes grupos de televisión. El cambio de Gobierno no modificó un ápice ni la intención ni el afán político por evitarse problemas con los dueños de las teles. Tras la integración de Cuatro por Mediaset a finales de 2011, el recién llegado Gobierno del PP afrontaba en 2012 el último escalón en el proceso de concentración, con la adquisición de La Sexta por Atresmedia. No dudaron las huestes de Soraya Sáenz de Santamaría en relajar las condiciones impuestas a la transacción por las autoridades de Competencia, un factor que allanó decisivamente la compra. Esa consolidación agrupó las audiencias en torno a dos jugadores principales, con un acceso conjunto al mercado televisivo nacional en el entorno del 85%. Desde 2007 y hasta hoy, esas dos firmas no solo no han entrado nunca en números rojos, sino que –también gracias a su buen hacer– han repartido más de 4.000 millones –unos 2.500 Mediaset y casi 1.500 Atresmedia– entre dividendos y buybacks (recompras de acciones).
Hoy, 14 años después, pensar en un regreso de la publicidad a TVE es una utopía. No solo no hay músculo ni perfiles para gestionarlo internamente, sino que ficharlos, con las restricciones a la contratación que operan en la casa, sería un esfuerzo conducente a la melancolía. Eso sin contar con los nuevos hábitos de consumo, que probablemente invitan a estrategias comerciales de mayor alcance. No hay vuelta atrás. Por eso, las cifras para la polémica contratación de David Broncano por 28 millones –el equivalente a 80.000 euros por emisión– cuesta analizarlas solo en términos financieros y de retornos comerciales. En base a esos criterios, sería toda una ganga si tiene un éxito razonable y se compara con el coste de una serie de gama media, o un fiasco si no responde en audiencia y no encaja con el target comercial de esa franja horaria. En la medida en que la televisión pública no juega ese partido, está al albur de que cualquier terminal mediático interesado sostenga que se trata un despilfarro de dinero público.
Más preocupante es que el caso Broncano no es sino la expresión última de los problemas de buen gobierno en la casa. Después de Fernández, han transitado por la sede de Pozuelo de Alarcón presidentes de lo más curioso, ante la dificultad de complacer todas las sensibilidades. Por ejemplo, Alberto Oliart, insigne político de la Transición, pero que, a sus 80 años y como él mismo reconocía con sorna, validaba las series en función de los gustos de su esposa. También pisó moqueta Leopoldo González-Echenique, un amable abogado del Estado designado por el PP, ilustre miembro de La Gloriosa -la promoción de 1996 que incluye nombres como Soraya Sáenz de Santamaría o Jaime Pérez Renovales-, que admitía sin ambages no tener ni idea del sector audiovisual. Eso sin mencionar las épocas de presidencia rotatoria entre los consejeros o administraciones puntuales como la de Rosa María Mateo. En todos esos casos, empero, era fácil hallar el denominador común. “El consejo de RTVE se ha convertido en un miniparlamento, con un presidente que ejerce también de consejero delegado pero que, de facto, puede hacer muy pocas cosas. Las decisiones importantes tienen que pasar por ese sanedrín de corte político. De hecho, ese presidente ni siquiera tiene capacidad de nombrar con libertad a la alta dirección, su equipo, sin la aprobación de ese órgano de representación”, expone un exdirectivo con experiencia en el grupo. Es decir, el consejo ostenta atribuciones propias del comité de dirección en una empresa tradicional y, por esa vía, termina por trasladar la politización a la gestión.
La designación del catedrático José Manuel Pérez Tornero como presidente, allá por marzo de 2021, fue uno de los más depurados ejemplos de ese yugo. Fuentes socialistas al corriente de aquel proceso, explican cómo su elección final, tras pasar el corte en un kafkiano proceso de selección liderado por un comité de expertos, se enmarcó en las conversaciones entre Félix Bolaños y Teodoro García Egea para renovar otras instituciones clave, como el Defensor del Pueblo o el todavía bloqueado Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). El secretario general del PP vetó inicialmente a Tornero, que logró convencer in extremis a Génova de su carácter independiente. El plácet popular no escamó a la que fuera mano derecha de Iván Redondo, que tal vez pensó que el acuerdo allanaba el camino de los pactos. No sucedió. El PP disfrutó de un apacible mandato con Tornero, que apenas aguantó 18 meses antes de salir como un baldón para los socialistas. “Todo la cúpula de la empresa pública funciona de correa de transmisión de los intereses políticos que le llevaron al puesto”, remachan estas fuentes.
El último episodio de Elena Sánchez al frente de la sociedad refleja, con matices, las mismas maniobras y manejos, en un entorno en apariencia más entregado a la conspiración que a la gestión. La periodista, de larga trayectoria en la empresa, llega a la presidencia tras la salida de Tornero. Lo hace de forma interina, una limitación inicial que le resta fuerza frente al consejo, y con la oposición del Partido Popular Sin embargo, el cónclave decisivo, el que tuvo lugar esta semana para destituir al director de contenidos de la televisión, José Pablo López, ya en plena bronca interna por el fichaje de Broncano, pronto deja claro que las alianzas iniciales y los equilibrios de poder no solo se han alterado, sino que han saltado por los aires. De hecho, Sánchez termina votando junto al PP para sacar adelante el cese de López, en contra de los consejeros socialistas. Con el movimiento, pone negro sobre blanco lo que, entra bambalinas, es vox populi, esto es, su distanciamiento con Moncloa. Paradójicamente, horas después, son los propios populares los que, aprovechando la confusión, guillotinan sin piedad a la presidenta, que sale del cargo apenas un año y medio después de acceder. No falta quien desliza que Roma no paga traidores.
Luis Fernández, en su toma de posesión en enero de 2007, se congratuló por salir del Congreso “con un mandato de independencia y servicio público”, tras un acuerdo político “insólito” para alumbrar una nueva Corporación. Pronunció palabras como “entusiasmo” o “futuro”. Más de una década después, los mismos políticos que no han estado a la altura del desafío se enfrentan al de regenerar la televisión pública. Sin paños calientes. El caso Broncano no parece tanto el problema como la consecuencia de un modelo de organización y gobernanza fallido y podrido hasta el tuétano. Considérese algo tan básico como una gestión profesional. Para empezar a hablar.
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