Los dineros públicos no admiten ni más gasto ni menos ingresos
Las puntas del iceberg de las pensiones y la deuda auguran tiempos duros y desaconsejan frivolidades con los números tras las elecciones
Los políticos tienen la mala costumbre de escuchar las recomendaciones de los expertos económicos, de los supervisores financieros y de los fiscalizadores neutrales como quien oye llover. Pero cuando se entra en el enfangado terreno de los periodos electorales, ni el diluvio universal les distrae y embargan el futuro de todos embelleciendo el escenario como un paraíso terrenal con ofrendas electorales que avasallan todo criterio de prudencia. Y este año no podía ser menos: si la ...
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Los políticos tienen la mala costumbre de escuchar las recomendaciones de los expertos económicos, de los supervisores financieros y de los fiscalizadores neutrales como quien oye llover. Pero cuando se entra en el enfangado terreno de los periodos electorales, ni el diluvio universal les distrae y embargan el futuro de todos embelleciendo el escenario como un paraíso terrenal con ofrendas electorales que avasallan todo criterio de prudencia. Y este año no podía ser menos: si la Comisión Europea prepara nuevas reglas fiscales tras cuatro años de vacaciones, y tanto Banco de España como AIReF reclaman un ejercicio previo de contención fiscal este mismo año, el Gobierno y la oposición han empezado a lanzar programas de gasto y rebajas de impuestos ante las elecciones del próximo domingo, algunas de ellas marcianas. No les crean mucho, porque una cosa es la lógica electoral y otra la lógica económica.
Otra cuestión es, pasado el escrutinio electoral, qué coherencia guardan las promesas con los hechos y las decisiones, la mayoría de las veces condicionadas por el mandato de la realidad. En materia fiscal es precisamente donde el agravio entre el dicho y el hecho ha sido más llamativo en la corta historia de la democracia parlamentaria, porque demasiado a menudo los excesos en los gastos públicos han exigido esfuerzos adicionales de los contribuyentes para esquivar quiebras de la Hacienda. Ocurrió fugazmente en los noventa y de manera muy dramática tras la gran crisis de 2008-2012.
Y permanezcan atentos a sus pantallas ahora, porque aunque los ingresos fiscales marchan bien por el empuje del crecimiento, de la inflación y del afloramiento de bases fiscales de zonas de sombra rayanas a la elusión tributaria, bien pudiera ser que pudieran aparecer descuadres bajo las alfombras si hubiese cambio de guardia. Ha pasado muchas veces en las que seis es culpa del cesante y media docena intención interesada y manipulada del recién llegado. Las auditorías de las cuentas públicas, a fin de cuentas, siempre las carga el diablo.
También es cierto que en algunas ocasiones las promesas fiscales se han aplicado, con distinta suerte y en circunstancias distintas. Aznar anunció fuertes rebajas de impuestos sobre la renta en los noventa y su apuesta funcionó tanto en generación de actividad como en incremento de ingresos públicos y recorte de los gastos, hasta el punto de haber convertido en divisa de la derecha las bajadas de impuestos sobre la renta personal. Sánchez, por su parte, ha respetado su palabra varias veces repetida de subir los impuestos a rentas altas, empresas y negocios que considera con lucro excesivo para redistribuir entre contribuyentes con menos capacidad económica; y lo ha convertido también en seña de identidad de un PSOE sesgado a la izquierda invocando la vuelta a una supuesta esencia socialdemócrata.
Ahora, tal cual está el tema, no es buena idea recortar los ingresos ni incrementar los gastos. España sigue registrando un déficit fiscal apreciable pese a haber elevado los ingresos creando varios impuestos en los últimos años, forzando las cotizaciones de los empresarios, los asalariados acomodados y los autónomos y aplicando la tradicional subida fiscal en frío que supone no deflactar ni deducciones ni mínimos exentos ni tarifa del IRPF pese al ciclón inflacionista de los dos últimos años. Y mantiene el Estado persistentes números rojos en sus cuentas pese a desentenderse de la mayor parte de los proyectos de inversión pública, puesto que los cubre la Unión Europea y la cofinanciación privada.
Si en esta situación no es posible reducir de manera convincente el desequilibrio fiscal, que además tiene un componente estructural muy elevado pese a navegar sobre las aguas plácidas de un crecimiento generoso, al decir del Gobierno, será imposible hacerlo en el futuro, cuando las partidas de gasto estructural y los estabilizadores automáticos aprieten las tuercas si la economía da la vuelta.
Hay dos montañas de gasto de las que solo se ven ahora las puntas afiladas del iceberg: Los costes del envejecimiento demográfico y la factura de la deuda. La hipoteca financiera no ha dejado de crecer desde 2008, duplicando su participación en la riqueza nacional, desde el 60% del PIB hasta cerca del 120%; y si hasta ahora la factura ha sido soportable por la doble mano que ha echado el BCE, bajando los tipos al cero por ciento y comprando títulos emitidos por España hasta cerca de los 400.000 millones de euros, tal escenario no es eterno: los tipos están ya por encima del 4% en las emisiones de casi todos los plazos, y la compra de bonos españoles empieza a declinar por la inevitable reducción del balance al que el BCE está obligado.
En cuanto al coste del envejecimiento, que ya es el capítulo más grueso del presupuesto público, y sobre el que se hace política con una frivolidad alarmante, lleva un ritmo de avance desaforado, y lo llevará más aún en los próximos años por la entrada en el ejército de pasivos de las cohortes más numerosas de la pirámide poblacional. Ya ahora el gasto en pensiones sube más del 10% por decisiones caprichosas e infinanciables del Gobierno, y lo hará más porque las nuevas pensiones aceleran la factura también a doble dígito, mientras que los ingresos caminan bastante más lentos.
La imprevisibilidad de la factura financiera y la previsible de las pensiones aconsejan no jugar a los dados con los ingresos, hasta el punto de no hacer ningún recorte de impuestos que no disponga en paralelo de una alternativa de recursos propios. Si a ello añadimos el crecimiento del gasto que exigirá una intensificación del sistema educativo para culminar la digitalización de la fuerza laboral, así como la reserva para atender las flagrantes lagunas de desigualdad, se impone también una revisión muy selectiva del gasto público que proporcione margen de maniobra.
En plata: es preciso un control estricto del déficit para no acumular más deuda, sin escudarse siquiera en que crezca menos que el PIB nominal, y testar cada decisión impositiva para que reporte recursos sin dañar o desincentivar la actividad económica, única variable que genera bases imposibles adicionales. Gobernar siempre fue gastar; pero las circunstancias imponen no hacerlo sin ingresar.
José Antonio Vega es periodista
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