La próxima revolución de la política monetaria está en camino

Los objetivos de inflación de la banca central ya no son suficientes para mantener la estabilidad financiera

La subdirectora gerente del FMI, Gita Gopinath, en enero pasado en Tokio.YOSHIKAZU TSUNO (Gamma-Rapho via Getty Images)

La política monetaria, decía Milton Friedman, actúa sobre la economía con retardos largos y variables. Igual de importante para los inversores es que lo contrario también es cierto. Los regímenes de política monetaria evolucionan en respuesta a la naturaleza cambiante de los retos económicos imperantes, aunque esto también lleva su tiempo. El gran debate de la era actual es si los objetivos de inflación establecidos en los noventa por los bancos centrales siguen siendo adecuados para las economías ultrafinanciadas de la década de 2020. En la última semana, tanto el FMI como el Banco de Pagos Internacionales han hecho intervenciones sorprendentes. Los inversores deberían tomar nota. La próxima revolución de la política monetaria puede estar gestándose.

Empecemos por el FMI. En la reunión anual del BCE celebrada en la localidad portuguesa de Sintra, Gita Gopinath, subdirectora gerente del Fondo, instó a las autoridades a afrontar lo que denominó “verdades incómodas”. La más importante de ellas es que desde que los bancos centrales empezaron a subir los tipos a finales de 2021 han dejado al descubierto una serie de tensiones financieras inesperadas.

En octubre, los mercados de Reino Unido se sumieron en la confusión cuando los márgenes de garantía de las estrategias de inversión apalancadas provocaron que los fondos de pensiones británicos vendieran bonos del Estado por pánico. Un mes después, el impago de un promotor surcoreano del parque temático Legoland desencadenó una crisis crediticia en toda la economía del país asiático. El nerviosismo provocado por el encarecimiento de los préstamos también contribuyó a las quiebras de bancos como SVB Financial y Signature Bank en EE UU y Credit Suisse en Europa.

Los bancos centrales pueden limitar con relativa facilidad el impacto de los problemas que surjan en el sector financiero. Contener las consecuencias de las subidas de tipos en otros sectores de la economía es mucho más difícil, advirtió Gopinath.

Parece que Thames Water, la mayor empresa de suministro de agua y alcantarillado de Reino Unido, responsable del abastecimiento de casi un tercio de la población de Inglaterra y de todo Londres, está al borde de la insolvencia. El problema de fondo es su incapacidad para hacer frente al servicio de 14.000 millones de libras (16.000 millones de euros) de deuda acumulada durante la época de bajos tipos. El impacto de las subidas de estos para combatir la inflación ha llegado literalmente a los fregaderos de la capital.

La cascada de accidentes financieros ha socavado la credibilidad de la retórica de halcones de las autoridades monetarias. Como resultado, se han abierto regularmente brechas considerables entre las expectativas del mercado sobre los futuros tipos oficiales, y las propias proyecciones de los banqueros centrales. Los inversores se muestran escépticos sobre la capacidad de los bancos centrales para cumplir sus promesas de lucha contra la inflación.

Hace una semana, Gopinath instó a las autoridades a recuperar la iniciativa reconociendo que los mercados tienen razón. En un mundo en el que los balances de los sectores público y privado son gigantescos, existe una disyuntiva entre el control de la inflación y el mantenimiento de la estabilidad financiera.

Eso implica que los bancos centrales deben tolerar una inflación por encima del objetivo a corto plazo para restablecer la estabilidad de precios a medio plazo sin provocar una catástrofe financiera por el camino. Aunque ningún alto funcionario del FMI lo diría tan claramente, una modesta dosis de represión financiera es la opción menos mala hasta que se haya producido el necesario desapalancamiento.

Una cuestión que Gopinath no abordó es cómo llegó el sistema financiero a dominar la política monetaria. Afortunadamente, el Informe económico anual del Banco de Pagos Internacionales (BPI), publicado el día anterior a su discurso, lo trata.

El BPI sostiene que el problema deriva en última instancia de tres décadas de expectativas poco realistas sobre lo que pueden realmente lograr la política monetaria y la fiscal. La institución conocida como el banco de los banqueros centrales califica esta falacia de “ilusión de crecimiento”.

Antes de 1990, los sistemas financieros y los mercados laborales estaban más regulados, mientras que el comercio internacional y los flujos de capital eran menos libres. Esto hacía de la inflación un barómetro preciso de la orientación de la política monetaria y fiscal, y significaba que los desequilibrios financieros estaban relativamente contenidos como resultado de las reacciones simétricas de las autoridades a los auges y las crisis. Si la política monetaria era excesivamente laxa, la inflación subía y la política volvía a endurecerse, y viceversa. Este proceso de corrección continua de errores mantuvo a las economías dentro de una “zona de estabilidad” relativamente estrecha.

Pero la globalización financiera y económica posterior a 1990 relajó las restricciones de la oferta, desordenando las señales de las que dependía este sistema autoestabilizador. Como la fuerte demanda agregada ya no conducía a inflación, la política se hizo asimétrica. Durante las expansiones, había menos incentivos para subir los tipos o endurecer las finanzas públicas. Sin embargo, cuando llegaban las contracciones, los bancos centrales suavizaban la política monetaria y los Gobiernos aflojaban el cinturón, igual que antes.

El resultado, según el BPI, fue una gran expansión de la aparente “zona de estabilidad” y una continua relajación de la política monetaria y fiscal. Esa era ha llegado a su fin. El enfrentamiento de EE UU con China, la pandemia y la invasión de Ucrania han hecho retroceder la relajación de las restricciones de la oferta que se había prolongado durante décadas. La “zona de estabilidad” se ha reducido a una fracción de su tamaño anterior. Como resultado, el mundo desarrollado afronta ahora tanto la alta inflación característica de la era preglobalización como las vulnerabilidades financieras familiares de décadas más recientes.

Este épico análisis tiene implicaciones políticas mucho más profundas que la propuesta de Gopinath de cambiar una mayor inflación por una mayor estabilidad financiera.

La primera es que el propio objetivo de inflación es parte del problema. Al centrarse exclusivamente en la estabilidad de precios, los responsables políticos ignoraron la creciente fragilidad financiera. Un replanteamiento fundamental de los marcos políticos pondría la preservación de la estabilidad financiera en pie de igualdad con el control de la inflación en los mandatos de los bancos centrales.

La segunda es que la independencia estatutaria no impidió que los bancos centrales cayeran bajo el hechizo de la “ilusión del crecimiento”. De hecho, el análisis del BPI implica que los mecanismos de retroalimentación que mantenían la economía en la “región de la estabilidad” eran más poderosos en los tiempos en que eran políticos electos quienes fijaban los tipos. En otras palabras, las tan ridiculizadas políticas de stop-go (parar y arrancar) conducían en última instancia a menores riesgos a largo plazo que los objetivos de inflación.

El BPI es demasiado reticente a sacar estas conclusiones explícitamente. Ello implica que la revolución a gran escala de la banca central aún está lejos. Por otra parte, si algo nos ha enseñado la última década es a no caer en la autocomplacencia. Para los objetivos de inflación, tal como los conocemos, la modesta propuesta de Gopinath podría ser el primer paso hacia la guillotina.

Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías

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