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El faro del inversor
Tribuna
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La reciente crisis de liquidez

El drenaje monetario global reabre viejas tensiones mientras los bancos centrales equilibran la lucha contra la inflación con el riesgo de disfunciones financieras

Christine Lagarde

En las últimas semanas, distintos analistas han advertido de que los mercados monetarios muestran signos de tensión. Los tipos de financiación a corto plazo, especialmente en las operaciones garantizadas con deuda pública (repos), se han encarecido en Estados Unidos, el Reino Unido y, en menor medida, en la zona euro.

No pensamos que se trate de un episodio aislado, sino de las posibles consecuencias de la actual política monetaria. La Reserva Federal y el Banco de Inglaterra siguen reduciendo los activos financieros en sus balances —proceso de contracción monetaria iniciado una vez superada la pandemia y tras un relevante repunte de la inflación—, mientras los gobiernos afrontan elevadas necesidades de emisión de deuda pública. La liquidez estructural del sistema disminuye y por tanto las emisiones soberanas compiten por un espacio financiero más estrecho.

La historia ofrece precedentes útiles. En 2007-2008, el sistema financiero dejó de funcionar, no por falta de dinero, sino por dudas de solvencia. Buena parte del crédito hipotecario se había transformado en instrumentos complejos —MBS, CDO y otras titulizaciones— que se usaban como garantía en los mercados de financiación. Aunque representaban entre un 15% y un 20% del colateral utilizado, concentraban un riesgo apalancado que, al caer el precio de la vivienda, se volvió insostenible.

Los bancos dejaron de saber qué parte de sus balances era realmente solvente. Lo que comenzó como un problema de liquidez acabó convirtiéndose en una crisis de solvencia. La Reserva Federal amplió su balance de forma extraordinaria para evitar el colapso del sistema, sustituyendo temporalmente el crédito privado por financiación pública.

En 2019, el problema fue puramente técnico. Tras años de contracción del balance de la Fed, las reservas bancarias que son parte fundamental del balance de los bancos centrales habían caído demasiado. Coincidieron grandes pagos fiscales y subastas del Tesoro, y los tipos a un día saltaron del 2% al 10%. Bastaron inyecciones puntuales de liquidez para estabilizar el mercado. En 2008 el sistema no era solvente; en 2019 lo era, pero carecía de liquidez suficiente.

En 2025, la situación combina elementos de ambos episodios. No existe un problema de solvencia, pero la liquidez estructural se reduce de forma sostenida. La Reserva Federal y el Banco de Inglaterra mantienen políticas restrictivas y continúan drenando liquidez al reducir sus balances.

Los tipos oficiales se sitúan en torno al 4% en Estados Unidos y el Reino Unido, y el 2% en la zona euro. Esta contracción monetaria que se produce desde varios ángulos coincide con elevadas emisiones de deuda pública y con una inflación aún alejada de los objetivos. En paralelo, los rendimientos de los bonos a diez años se estabilizan cerca del 4,1% en Estados Unidos, del 3,1% en la zona euro y del 4,2% en el Reino Unido, lo que supone un buen desempeño para los bonistas en el año 2025.

En este entorno, algunos segmentos del sistema financiero podrían mostrar mayor sensibilidad a una reducción prolongada de liquidez. No parecen ser los grandes bancos quienes concentran el riesgo, sino ciertos intermediarios financieros no bancarios —fondos de crédito privado, vehículos de titulización o plataformas de financiación alternativa— que han incrementado su papel en los mercados de crédito durante los últimos años. Su contribución al flujo de financiación es relevante, pero algunas de estas estructuras presentan un rasgo común: un desajuste entre el plazo de sus inversiones y el de su financiación.

El modelo funciona mientras los tipos se mantienen estables y la financiación fluye. Pero si los costes del dinero aumentan o los prestamistas reducen su exposición, el desajuste de plazos puede transformarse en riesgo real: las entidades se ven forzadas a vender activos menos líquidos o a asumir pérdidas. En 2007, esta mecánica fue el detonante del colapso de los vehículos estructurados de inversión. Hoy conviene observar con atención a los intermediarios no bancarios más apalancados o dependientes de financiación ultracorta.

No apuntamos a una crisis inminente. El sistema bancario conserva niveles de capital y liquidez mucho más robustos, y los supervisores actúan con mayor anticipación. Pero el equilibrio sigue siendo delicado, y los efectos del endurecimiento monetario pueden aflorar en zonas menos visibles del sistema.

Por ello, más que anticipar un episodio de inestabilidad generalizada, conviene vigilar los puntos más sensibles del crédito y seguir de cerca la actuación de los bancos centrales. Su desafío ya no consiste solo en controlar la inflación, sino también en mantener un flujo eficiente de financiación hacia la economía real.

Desde la óptica inversora, la preocupación se aleja del nivel absoluto de los tipos de interés —hoy razonablemente alineados con el ciclo— y se centra en los riesgos de crédito. Los diferenciales difícilmente ofrecerán un desempeño positivo sostenido en los próximos años: la menor liquidez y el mayor riesgo percibido limitan su capacidad de compresión. La fuerte apreciación del oro de este año la debemos encajar en este escenario, puede recoger en parte las dificultades a las que se enfrenta el sistema financiero y que se suman, a la consistente demanda de los propios bancos centrales de todo el mundo de este activo refugio en un año con una importante depreciación del dólar.

La experiencia de los últimos quince años enseña que las fases de contracción monetaria no siempre desembocan en crisis, pero sí ponen a prueba la solidez del sistema. Detectar a tiempo los puntos de tensión y observar las decisiones de los bancos centrales será clave para evitar que la escasez de liquidez vuelva a transformarse en desconfianza.

Rafael Peña, gestor de Olea Gestión

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