Ir al contenido
_
_
_
_
En colaboración conLa Ley
Desconexión digital
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La desconexión digital, un derecho que existe en la ley, pero no en la vida real

Todos sabemos que no existe obligación alguna de responder mensajes fuera de la jornada laboral, sin embargo, la hiperconexión se ha instalado como una rutina tan personal como empresarial

La desconexión digital se ha convertido en uno de esos derechos que todos dicen defender, pero que casi nadie cumple. La normativa es clara, la jurisprudencia empieza a aclararse y las instituciones repiten que el descanso está protegido. Sin embargo, la realidad laboral española cuenta otra historia: una historia de correos enviados a deshora, llamadas “urgentes” que nunca lo son y mensajes laborales que se cuelan en la intimidad de las noches, las comidas familiares o los fines de semana.

El derecho vive en los textos legales, pero no siempre en la práctica cotidiana. En el ámbito anglosajón se habla de make up, algo así como un maquillaje normativo. Me quedo con esa palabra: maquillaje. Porque ahí empieza el problema, jurídico pero también social. El Estatuto de los Trabajadores reconoce la intimidad del empleado frente al uso de dispositivos digitales y prohíbe exigir disponibilidad fuera del horario laboral. La Ley Orgánica de Protección de Datos refuerza este principio. Sí, la propia ley de protección de datos, a la que se añadieron los apellidos de “garantía de los derechos digitales”. Quizá habría sido más coherente haber dado entidad propia a todo el Título X.

Todos sabemos que no existe obligación alguna de responder mensajes fuera de la jornada laboral. Sin embargo, la hiperconexión se ha instalado como una rutina tan personal como empresarial, hasta el punto de que el tiempo de descanso se percibe de forma errónea como una prolongación natural del trabajo. No lo es. Conviene recordarlo: etimológicamente, la palabra “negocio” procede del latín negotium, formado por nec (negación) y otium (ocio, descanso). Su significado literal es, precisamente, “lo que no es ocio”. Es decir, aquello que excluye, pero no debería absorber, los espacios destinados al descanso.

El teletrabajo, lejos de aliviar la situación, la ha agravado. La frontera entre trabajo y vida privada se ha desdibujado, y la tecnología ha permitido que la oficina viaje siempre en el bolsillo del empleado. Se habla de flexibilidad, pero muchas veces es solo una palabra elegante para disfrazar disponibilidad permanente. Y la disponibilidad permanente no es flexibilidad: es una forma silenciosa de alargar la jornada sin reconocerlo.

Los departamentos de recursos humanos lo saben. Las empresas también. Pero la lógica laboral apenas ha cambiado: si el dispositivo es corporativo, cualquier comunicación parece automáticamente justificada; y si es personal, se da por hecho que el trabajador “puede leerlo cuando quiera”. Ese “cuando quiera” es, en realidad, una ficción. La notificación llegará porque rara vez se activa el modo “no molestar”, no vaya a ser que se pierda una llamada realmente urgente. El mensaje aparecerá en pantalla y, con él, el reflejo mental: “¿cómo no voy a contestar?”. O peor aún: “si respondo, demostraré compromiso”.

Lo que erosiona el descanso no es únicamente contestar, sino la vigilancia constante, la necesidad de estar pendiente. Y esa rueda, cuando no se rompe, conduce de forma silenciosa al burnout. Otra palabra inglesa para nombrar una realidad que en español resumimos mejor con una expresión tan castellana como “estar quemado”.

La regulación exige políticas internas claras, pero muchos centros de trabajo no las tienen. Y cuando las tienen, se incumplen (make-up), doy fe. No basta con escribir en un protocolo que el derecho existe: debe vivirse. Y para vivirse, debe respetarse. Porque un derecho que solo aparece en un PDF es un derecho ornamental, por muy firmado que esté.

La Inspección de Trabajo puede sancionar, sí, pero llega tarde y llega poco. El derecho a la desconexión digital es, sobre el papel, un límite jurídico. En la práctica es un límite que nadie vigila. Y un derecho sin vigilancia es un derecho debilitado. La legislación prevé excepciones ante urgencias reales, pero en demasiadas empresas todo es urgente, todo es inmediato, todo es “para ahora”. Cuando todo es urgente, nada lo es. Y lo que se sacrifica es la salud del trabajador.

El debate no es tecnológico, es cultural, de educación y concienciación. No estamos discutiendo sobre correos ni sobre aplicaciones de mensajería, sino sobre la idea de que el tiempo personal puede colonizarse en nombre de la productividad. La jornada laboral termina, pero la preocupación no. El horario se respeta en el registro, pero no en el teléfono. Y el descanso sigue siendo la parte más frágil del contrato laboral.

Las normas existen, pero la práctica empresarial y la tecnología han generado un ecosistema incompatible con su cumplimiento. Y mientras no asumamos que la hiperconexión no es una modernización del trabajo, sino una forma encubierta de ampliar la jornada, seguiremos hablando de un derecho que solo vive en los artículos, no en las vidas de quienes deberían disfrutarlo.

Un derecho que se formula pero no se garantiza acaba teniendo un efecto perverso: genera la ilusión de que el problema está resuelto cuando apenas hemos empezado a afrontarlo.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

_
_