Lo que el parte no dice: presión psicosocial y accidentes laborales
En muchas ocasiones, los accidentes laborales no se producen por un hecho físico externo sino por descompensaciones internas provocadas por el entorno

Una trabajadora sufre una caída en el centro de trabajo. Se fractura la muñeca. El parte médico inicial habla de síncope. La empresa añade en su informe una frase breve: “se puso nerviosa porque la máquina no funcionaba.” Esa observación, que podría parecer secundaria, introduce un elemento que cambia la interpretación jurídica del hecho: el componente psicosocial.
En el contexto de una jornada laboral, cualquier alteración física que ocurra en tiempo y lugar de trabajo se presume accidente laboral. Así lo establece la legislación. Para desmentir esa presunción, hace falta probar que lo ocurrido no tiene relación alguna con el trabajo. No basta con que haya antecedentes médicos. No basta con alegar que la causa es clínica o personal. Hay que demostrar que el entorno laboral no ha influido en absoluto.
Eso no siempre es posible. Las condiciones de trabajo no son neutras. La presión, el ritmo, los fallos técnicos, las interrupciones, el miedo a sanciones, la carga de responsabilidad, todo eso también forma parte del trabajo. No aparecen en las nóminas ni en los contratos, pero están. Y afectan al cuerpo.
En muchas ocasiones, los accidentes laborales no se producen por un hecho físico externo —una máquina que explota, una caída por escaleras, un corte con una herramienta—, sino por descompensaciones internas provocadas por el entorno. La persona se desmaya. Pierde el equilibrio. Se desorienta. La causa puede ser una patología previa, pero el disparador está en el trabajo. No es incompatible. Una condición médica puede permanecer latente durante años, sin síntomas, hasta que un factor del entorno la activa.
Ese tipo de escenarios son habituales. Personas que llevan años con una dolencia cardíaca leve, un trastorno de ansiedad estabilizado, o un problema neurológico controlado, y que sufren un episodio agudo mientras trabajan. El desencadenante puede ser un susto, un fallo técnico, una discusión, una sobrecarga. Y eso basta para que el hecho sea considerado accidente de trabajo, siempre que ocurra en jornada y lugar laboral.
No se exige certeza absoluta. Se exige una conexión razonable. Si hay indicios de que el entorno laboral ha contribuido al daño, el hecho debe tratarse como accidente laboral. No hace falta que el trabajo sea la única causa. Es suficiente con que sea una de las causas.
El problema es que muchos de estos accidentes no se ven como tales. Se clasifican como enfermedades comunes, o como recaídas médicas, porque la causa directa parece clínica. Pero eso invisibiliza el papel que tiene el trabajo en el origen del daño. Y deja al trabajador en una posición de menor protección.
La presión psicosocial puede manifestarse de muchas formas. No siempre hay gritos, ni amenazas. A veces basta con una máquina que falla, una tarea que no sale, o la expectativa de que todo funcione sin margen de error. El cuerpo interpreta esas situaciones como amenaza. Y reacciona.
En el ámbito jurídico y preventivo, este tipo de casos plantea una exigencia: reconocer que los factores psicosociales no son cuestiones abstractas ni de segundo orden. Pueden tener efectos físicos concretos. Y cuando los tienen, deben ser tenidos en cuenta al calificar el origen del daño.
La frontera entre lo clínico y lo laboral no siempre es clara. Pero si el entorno de trabajo ha influido, directa o indirectamente, en el episodio que causa una baja médica, no puede ignorarse. No todo empieza en la empresa, pero hay situaciones en las que lo que ocurre allí es el detonante.
La prevención de riesgos laborales no puede limitarse a los riesgos físicos visibles. Tiene que mirar también lo que el parte médico no dice: qué presión había, qué falló, qué condiciones rodeaban al trabajador. Porque ahí es donde muchas veces se encuentra la clave para entender lo que ha pasado.
Y si no se mira, se repite.