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Cine y derecho
Tribuna
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‘El cuento de la criada’ o como desactivar la democracia

En la República de Gilead, las mujeres pierden su estatus de ciudadanas. Ya no pueden tener cuentas bancarias, ejercer profesiones, ni decidir sobre su cuerpo.

Elisabeth Moss e Yvonne Strahovski, en la sexta temporada de 'El cuento de la criada'.

Hay ficciones que nos entretienen, y otras que nos advierten. El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood adaptada con crudeza y acierto a la televisión pertenece a esta segunda categoría. Amparado en el siempre prestigioso sello de HBO y con unas interpretaciones, sobre todo de sus dos antagonistas- June Osborne interpretada por Elisabeth Moss y Serena Joy interpretada por Yvonne Strahovski-, y una factura formal que solo pueden calificarse de excelentes, lo que se narra, bajo su envoltorio distópico durante seis temporadas, no es tanto una catástrofe futura como una erosión que se nos antoja terriblemente presente en algunos países: la del Estado de Derecho cuando se cede ante el miedo, la seguridad o la moral impuesta.

En la República de Gilead, los derechos fundamentales no desaparecen de golpe. Se diluyen. Un atentado terrorista justifica la suspensión temporal de garantías constitucionales. Se clausura el Congreso “mientras se restablece el orden”. Se promulgan leyes “provisionales” que nadie deroga. De pronto, el derecho a la propiedad, al trabajo o a la identidad jurídica deja de estar disponible. La democracia se desactiva no por asalto, sino por agotamiento institucional.

En ese nuevo orden, las mujeres pierden su estatus de ciudadanas. Ya no pueden tener cuentas bancarias, ejercer profesiones, ni decidir sobre su cuerpo. Algunas —las fértiles— son convertidas en criadas, reclutadas para ser forzadas a procrear para las élites del régimen. Se les borra el nombre: ya no son June ni Emily, sino “De-Fred” o “De-Warren”. El sistema legal las reduce a un instrumento reproductivo del Estado. Lo terrible es que todo ello se realiza con papeles, decretos y un aparente cumplimiento normativo. El derecho se convierte en herramienta de sometimiento.

Pero la historia no se limita a una crítica a lo que podríamos denominar machismo teocrático. También ofrece un espejo perturbador sobre el régimen de los refugiados y la fragilidad del derecho de asilo. Canadá, país democrático, se convierte en destino para quienes logran escapar de Gilead. Las acoge, las protege, las escucha. Pero ese gesto humanitario tiene costes. El nuevo régimen presiona diplomáticamente. Reclama la devolución de “sus mujeres”. Exige reconocimiento y la comunidad internacional, presionada por intereses geopolíticos, duda y no acaba de darle la espalda a un régimen que viola los derechos fundamentales de las mujeres.

Aquí aparece uno otro de los temas interesantes, desde la óptica jurídica, de El cuento de la criada: la interdependencia entre democracias y regímenes autoritarios. Gilead exporta recursos, mantiene canales diplomáticos, celebra cumbres. Algunos países negocian con él nuevo régimen, aunque vulnera sistemáticamente los derechos humanos. Su brutalidad no impide las relaciones internacionales, simplemente las tensa.

La serie no da respuestas, pero sí plantea una cuestión clave para cualquier jurista: ¿Qué ocurre cuando la legalidad se separa de la legitimidad? Gilead funciona con leyes, tiene tribunales, ordena procesos. Lo que desaparece no es el sistema jurídico, sino el sujeto de derechos. No hay derecho a rebelarse cuando el derecho ya no protege. La norma deja de ser garantía y se convierte en jaula.

El cuento de la criada no es una fábula sobre el futuro. Es un recordatorio de que el retroceso democrático puede adoptar formas sutiles, administrativas, racionalizadas. Que los derechos no se pierden necesariamente con ruido, sino en muchas ocasiones, con silencio, encubrimiento o complicidad sospechosa. Que el Derecho, cuando deja de ser instrumento de libertad, puede convertirse en su contrario. Eso es lo que nos enseña la serie, y también lo que, como juristas, tenemos la obligación de no olvidar.

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