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La confianza abogado-cliente: esa gran olvidada en la Administración de Justicia

Nunca hay dos abogados iguales, y nadie debe ser obligado a ser defendido por aquel en quien no confía

Getty Images

Desde tiempos remotos, la preocupación de los poderes normativos ha estado localizada en la definición de estatutos estáticos. Se regulan regímenes jurídicos de parte (por ejemplo: la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito) o de profesionales (por ejemplo: el Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española) y, sin embargo, entre unos y otros, el vínculo de comunión dinámico que se crea a través de la propia relación que define la actuación procesal…se olvida, fenece. La atención y comprensibilidad de la parte, del interesado, o del profesional (abogado, procurador, graduado social) es asimilada por el operador jurídico como estanca, aislada, sorda, casi ciega. Sin embargo, si algo define a una parte es, precisamente, su actuación procesal (aunque ésta pueda ser hipotética), y si algo define a un profesional es su misión en relación con la parte; en el caso del abogado, su encomienda de defensa técnica, salvaguardando los intereses que le han sido confiados.

Lo expuesto no es azaroso ni casual, entre un abogado y su cliente (la parte) existe una relación, o si somos más precisos: una relación de confianza. Y una relación de confianza es mucho más que una simple concertación entre dos personas. Es una comunión de intereses en la que la previsibilidad y la seguridad actúan como notas esenciales. Acudimos a un abogado para proteger lo más sagrado de nuestra existencia: nuestra libertad, nuestra integridad física, nuestra propiedad, nuestra familia… Si la confianza es imprescindible en las relaciones intersubjetivas, en el marco de comunicación abogado-cliente alcanza el cénit. Sin ella, toda estrategia de defensa será estéril.

Conscientes de lo anterior, el artículo 14.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Político o el artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos reconocen al acusado el derecho a ser asistidos por un “defensor de su elección”. Y si bien es cierto que el derecho con rango internacional se circunscribe expresamente al margen del derecho penal en el que la amenaza a los bienes jurídicos es indudablemente más intensa, ninguna excepción existe para considerar que esa particular intensidad en el orden penal excluya o limite parcialmente el mismo derecho cuando el ciudadano ejercita sus pretensiones en la jurisdicción civil, rogando por ejemplo la tutela de sus derechos como consumidor, o en la social, reclamando el abono de los salarios dejados de percibir. En todos los casos, sin que podamos admitir modulación o distinción, la acción judicial entablada por una persona ha de poder ser defendida por aquel profesional que goza de nuestra confianza. No existe la “fungibilidad letrada”. Nunca hay dos abogados iguales, y nadie debe ser obligado a ser defendido por aquel en quien no confía. La Justicia es algo demasiado serio como para delegar la participación en ella a quien no sentimos como propio.

El problema —que estos días pasados ha vuelto a resurgir públicamente— en torno a las suspensiones de vistas y señalamientos con ocasión de la enfermedad del abogado que asiste a una de las partes, no es tanto una cuestión de praxis o interpretación de los términos de las leyes procesales sino de miope limitación en el enfoque y asimilación de la relación que se establece entre un letrado y su cliente. En conjunto, parece ser que no entendemos —ni respetamos— algo que en verdad sostiene todo el ordenamiento jurídico: la confianza.

La legitimidad de la Justicia en cuanto poder ejercido descansa sobre su eficacia (su capacidad para hacer cumplir sus mandatos) pero también sobre la confianza que en ella depositamos los ciudadanos. Confiamos en los jueces y en el sistema legal porque creemos que con ellos seremos capaces, al menos, de exponer las razones que a nuestro entender nos dan la razón en la controversia. No obstante, cuando esto no se produce en los términos inicialmente representados, es decir, asistidos de aquellos expertos en quienes confiamos, la confianza desaparece…por completo. Amputar la relación abogado-cliente por uno de sus extremos es tanto como romper el cordón umbilical que une la pretensión con la estrategia para obtenerla. Todo se quiebra.

Las leyes sirven para intentar preservar la confianza. En esa labor, los abogados son protagonistas imprescindibles, insustituibles. Comencemos a entender que abogado y cliente son algo más que cada uno de ellos individualmente considerado y habremos superado una concepción clásica tan parcial como mutilada. Y que, por ahora, sólo nos ha conducido a un tablero en el que erróneamente consideramos que todas las fichas tienen el mismo valor. Olvidando que, si éstas se mueven con distintas trayectorias, es porque alguien confía en que así lo harán. Y lo hacen…

De eso va este “juego” que llamamos “justicia” y que no tiene sustituto.

Álvaro Perea González, letrado de la administración de justicia.

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