Lo vemos mañana en su despacho, Don Manuel
Rafael Hidalgo y Rafael Monsalve, abogados de Cuatrecasas, glosan la figura de quien fue su maestro, Manuel Olivencia, fallecido esta semana
Aquella mañana de jueves, víspera de la Inmaculada, nos llamó para despachar sobre los asuntos en curso, como hacía diariamente. La coincidencia de los dos en su despacho no era extraña, pero el hecho de que nos hubiera convocado a la misma hora, inhabitual. Tomamos café y tratamos sobre un informe de gobierno corporativo y un laudo en curso. Lo primero, el trabajo.
Con ese humor suyo tan fino e inteligente, nos anunció que tenía que someterse a una intervención, pero que estaba tranquilo porque era prácticamente rutinaria y la afrontaba “como el que va a la peluquería”.
La reunión terminó con la planificación del trabajo a partir del jueves siguiente, que según sus cálculos era cuando recibiría el alta. Porque Don Manuel se fue como vivió, trabajando hasta el último momento. Como nos decía, en la abogacía no hay jubilación, sino medida de fuerzas.
El lunes previo a la intervención, nos llamó desde el hotel Inglaterra para tomar café y despachar sobre las novedades habidas. Acompañado de su inseparable y leal Florencio, nos contó que venía de unas pruebas previas y que todo estaba en orden. Durante la conversación, una paisana rondeña se acercó a saludarle, en uno de esos reconocimientos a su trayectoria que recibía a diario.
Pocos días después, tras la multitudinaria misa de funeral, otra muestra de reconocimiento y de cariño hacia él, volvimos a tomar café en la misma mesa del hotel y comentamos la importancia de su legado. Porque para nosotros, Don Manuel ha sido mucho más que un maestro, un segundo padre; ha sido y será para siempre nuestra referencia, y la de toda la “familia del despacho”, no sólo en lo profesional, sino en lo personal.
Su humanidad, dimensión superior a la de jurista, fue condición necesaria de ésta. De hecho, una de sus enseñanzas era que antes de buen abogado había que ser buena persona, lo que no sólo predicaba, sino que demostraba con el ejemplo, pues así fue como forjó su auctoritas natural en todos los aspectos de su vida.
Como abogado, insistía en la necesidad de conjugar el saber (la teoría) con el saber hacer (la práctica). El estudio es la clave del prestigio y de la satisfacción de la obra bien hecha. Como nos decía en sus “Reflexiones sobre la teoría y la práctica del Derecho” en el acto de integración del bufete Olivencia-Ballester con el despacho Cuatrecasas, “las profesiones jurídicas –por antonomasia, la de abogado- son de estudio, y mal práctico será el que de él prescinde y lo confía todo a lo que aprendió en el ejercicio, casuístico y forzosamente limitado”, porque “sin teoría no hay verdadera práctica jurídica, sino vulgar rutina, hacer inconsciente, propio del practicón o del zurupeto”.
Como buen maestro, su escuela se forjaba a diario, desde lo cotidiano. Sus trabajos -fuera cual fuese su destinatario o relevancia, para Don Manuel no había asunto menor- estaban presididos por el respeto al lenguaje y a la sistemática, claves para la transmisión de las ideas que lo conformaban de la manera más clara posible. El cuidado de la palabra era máximo en él. La claridad, más que una cortesía, nos decía, es obligación impuesta al jurista. Y no hay claridad sin precisión. La labor del jurista es permanente pesquisa, permanente búsqueda de la palabra exacta. La explicación y aplicación de la teoría de “la campana”, sobre la que trasladaba la importancia de priorizar lo importante sobre lo secundario, y la presencia de un ejemplar del diccionario de la RAE en su mesa, definían la forma de trabajar del “jefe”, como cariñosamente le llamábamos. Y como seguiremos llamándole, porque siempre estará entre nosotros y porque su recuerdo seguirá presente en todo lo que hagamos.
D. Manuel nunca utilizó ni máquina de escribir, ni después ordenador. A él le gustaba escribir a mano, sobre el papel en blanco. Pasado el original a una primera versión mecanográfica o informática impresa, lo sometía a una esmerada corrección de estilo, a toques y retoques, innumerables rectificaciones y adiciones manuscritas con los que llenaba los márgenes y dorsos de los folios. Su método de trabajo, artesano, era una muestra más de la búsqueda de la perfección desde el rigor que constituye uno de sus rasgos más señalados. Con un párrafo era capaz de modificar el sentido de todo un argumento, y no cejaba en la revisión hasta que considerase que el escrito estaba “redondo”. Eso sí, sin “cucarachas” (léase “erratas”); porque decía, invocando a su querido maestro Don Joaquín Garrigues, que si uno veía una errata y no la corregía, era como el que veía una cucaracha y decía “bueno, voy a seguir con lo que estoy y ya la mataré luego…”.
De sus folios en blanco y de su sencillo bolígrafo, auténticas fuentes de derecho, han manado muchas de las más brillantes aportaciones jurídicas del último siglo en España, en sus distintos ámbitos: legislativo, participando en tareas prelegislativas (entre otras, Ley Concursal y Ley de Arbitraje); científico y docente, con sus libros, artículos y discursos; empresarial, con su participación en complejos contratos y operaciones, y sus aportaciones al buen gobierno de las sociedades; y en el judicial, siempre al servicio de la Justicia, con sus intervenciones ante los tribunales, escritos y dictámenes jurídicos.
Con la alegría de saberlo reunido con sus inolvidables colaboradores, su hijo Luis y Paco Hidalgo, su legado sigue a buen recaudo con su gran amigo Don Luis Sancho, con el que compartió la experiencia “bolonia” y en quien el jefe más confiaba, por su lealtad, su honestidad, la grandeza de su humildad, y por ser su eminente referencia civilista.
Con quienes hemos tenido el privilegio de disfrutarlo, el jefe compartió con generosidad las alegrías de los triunfos; también el dolor de las “cornadas”, como llamaba a los desvelos propios de esta profesión, su auténtica vocación, a la que tanto ha dado. Porque durante los más de cincuenta y siete años que hace que inició su ejercicio, ha forjado cuatro generaciones de abogados, encabezadas hoy por su socio y compañero de tantas vivencias Paco Ballester, que tuvo la satisfacción de dedicarle la última laudatio. Don Manuel se ilusionaba ya con la quinta, en la que tuvo la inmensa alegría de poder guiar los primeros pasos de su nieto Javier.
Nos quedamos con su ejemplo de vida, con su enseñanza diaria, con su forma de contar las miles de historias y anécdotas, regadas con un sinfín de detalles que sólo alcanza a retener una mente privilegiada como la suya, con su sabiduría, mucho más allá del Derecho, con su trato respetuoso, con su integridad, con su sentido del deber y de la responsabilidad, con su honesta, leal y cabal defensa de los intereses que le habían sido encomendados, y con sus profundas convicciones morales, que hacían de él una persona entrañable, inigualable e irrepetible.
Rafael Hidalgo y Rafael Monsalve son abogados de Cuatrecasas.