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EL FARO DEL INVERSOR
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Bitcoin encuentra trabajo temporal como canario en la mina

Este criptoactivo se ha ido consolidando como un nuevo activo de inversión

Poca gente sabe que la expedición de Colón de 1492 llevaba un traductor a bordo. Se llamaba Luis de Torres, aunque ese nombre lo acababa de estrenar tan solo unos meses antes cuando los Reyes Católicos forzaron la conversión de aquellos judíos que quisieran permanecer en España. Hablaba con fluidez árabe, hebreo y probablemente caldeo, la lengua que se usaba en Palestina. A falta de un traductor de mandarín y malayo, Colón optó por fichar a alguien capaz de comunicarse con los mercaderes judíos y árabes—y con sus clientes—que, sin duda, encontraría en los puertos de Asia.

Luis estuvo entre los primeros en desembarcar en la isla de Guanahaní, y más tarde en Cuba, con la misión de comunicarse con las tribus locales. Colón, que murió 13 años más tarde sin haber aceptado que nunca había llegado a las Indias, dudaba de su valía como intérprete. Pero claro, por fluido que fuera el árabe o el hebreo de Torres, en aquel contexto no servía para nada.

Y es que, más allá de su valor intrínseco—el bueno de Luis realmente hablaba las lenguas que decía hablar—, las cosas pueden aumentar o reducir su valor cuando forman parte de un conjunto. Una cartera de inversión es un buen ejemplo. El valor que tiene un activo por sí mismo y el que tiene como elemento de la cartera son diferentes. Las acciones aportan rentabilidad, a cambio de volatilidad. La renta fija estabiliza y además aporta rentabilidad cuando las Bolsas caen. El oro sirve para protegerse de la inflación y de la incertidumbre geopolítica. No siempre hacen lo que se supone que deben hacer, pero con muchas décadas de datos históricos observables, los inversores saben a qué atenerse.

Y esto me lleva a bitcoin, el producto de inversión más joven entre los grandes. ¿Para qué sirve? No termina de ser dinero puro. No cumple de manera óptima —aún— las tres funciones que se le suponen: medio de cambio (se pueden comprar cosas con él, pero no es sencillo), unidad de cuenta (no se suelen expresar precios en bitcoin) y depósito de valor (su volatilidad lo hace un mal instrumento para el que busca guardar sus ahorros sin sobresaltos)

Pero, independientemente de lo que haga o no individualmente, lo interesante es cómo funciona cuando lo incorporamos a una cartera. ¿Qué función puede cumplir?

La primera tesis, que emergió cuando bitcoin empezó a despuntar, era la del activo refugio, en clara competencia con el oro. La narrativa con la que nació ayudaba: “Descentralizado, lejos del poder, inmune a los vaivenes de la política monetaria y fiscal, fuera del alcance de la maquinaria financiera mundial, aquí nadie puede meter mano”. Hoy sabemos que esa tesis es falsa. Su correlación con el precio del oro en los últimos cinco años ha sido, exactamente, cero. Una correlación así es muy poco común. No significa que haga lo contrario que el oro: eso implicaría una correlación negativa cercana al -1. Ese “cero” implica que lo único que sabemos sobre bitcoin es que no se comporta como el oro

Basándose en esta conclusión, con el tiempo va surgiendo una segunda tesis: bitcoin no tiene correlación con nada. No es un refugio, no es un acelerador, se mueve sin vínculos con el resto de los productos de inversión. Este rasgo, aunque no lo parezca, es muy deseable en la gestión de carteras. La descorrelación entre los activos que conviven en una cartera es el santo grial de los gestores. Te protege de debacles generalizadas en las que todo cae a la vez, un fenómeno cada vez más frecuente.

Pero también se probó falsa. En los últimos años bitcoin ha ido aumentando su correlación con los componentes más volátiles de la Bolsa, y en particular con las acciones de tecnología. Sube cuando sube el Nasdaq (de hecho, lo hace con más fuerza que el índice) y cae (también con más fuerza) cuando éste cae.

Incansables en su búsqueda de propósito para esta moneda digital, los analistas lo consideran ahora un “indicador adelantado de activos de riesgo”. En el último año, los giros en la cotización de bitcoin han precedido en semanas a los puntos de inflexión en el precio de las acciones tecnológicas. Es decir, en este momento se comporta como un grupo de acciones de alta volatilidad que vinieran del futuro para anunciarnos qué va a pasar. Si bitcoin cae, tienes tiempo para proteger tu cartera rotándola a sectores más seguros. La moneda digital ha encontrado así, de momento, una función: lo que los anglosajones llaman “canario en la mina”, ese pájaro hipersensible al dióxido de carbono que los mineros llevaban consigo para detectar la presencia del inodoro y asesino gas venenoso. Es una labor de alto valor añadido, pero tiene el inconveniente de que, para beneficiarse de su labor, no es necesario incorporar bitcoin a una cartera, basta con mantener un ojo en su cotización.

Dos reflexiones finales. Primero, éste no es el final de la historia. Probablemente su papel dentro de una cartera mute de nuevo en breve. Es un verdadero test a la capacidad de los analistas de desarrollar narrativas. Segundo, esta falta de certidumbre sobre su rol en una cartera no implica que no tenga valor en sí mismo. Bitcoin ha ganado la carrera de los activos digitales, incluso compitiendo con productos que, sobre el papel, tienen una aplicación práctica mucho más clara, como puede ser Ethereum. Tanto inversores individuales como institucionales están haciéndole hueco en sus carteras, un poco por miedo a quedarse fuera, y otro poco por miedo a la descomposición de la geopolítica tradicional. Y esas cosas no van a cambiar.

Francisco Quintana es director de estrategia de inversión de ING España

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