El precio de la autonomía: la inversión en defensa como pilar económico del bienestar europeo
Defender nuestra democracia, nuestras libertades, nuestros valores y estilo de vida no es una opción, sino un imperativo

Tras las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, Europa resurgió como un faro de valores democráticos, derechos humanos y prosperidad económica. El continente que había sido escenario de conflictos devastadores logró transformarse en un espacio de paz, cooperación y bienestar social sin precedentes. Este “estilo de vida europeo” —caracterizado por democracias robustas, economías prósperas, sistemas de protección social avanzados y libertades civiles consolidadas en el marco de un proceso de integración que crecía bajo estos pilares— no surgió espontáneamente, sino que fue el resultado de décadas de esfuerzo colectivo, sacrificio y una visión compartida de futuro.
Desde el punto de vista de la economía, este modo de vida se ha convertido en un bien en sí mismo, algo que genera su propia necesidad de ser preservado y protegido. Como cualquier bien valioso, requiere no solo de su disfrute, sino también de inversiones continuas para su mantenimiento y defensa. Y es aquí donde nos enfrentamos a una realidad incómoda, pero ineludible: la defensa de nuestros valores y nuestro modo de vida, como cualquier otro bien, tiene un coste económico tangible, especialmente en un contexto internacional marcado por crecientes tensiones e incertidumbres.
Durante décadas, la industria de defensa estadounidense ha sido el principal garante de la seguridad europea. A través de la OTAN y de acuerdos bilaterales, Europa occidental ha delegado buena parte de su protección en un socio transatlántico que compartía, al menos en términos generales, una visión similar del mundo. Esta externalización de la seguridad permitió a Europa concentrar recursos en su desarrollo económico y social, mientras Estados Unidos asumía los costes y responsabilidades de la defensa colectiva.
Sin embargo, este paradigma ya no es sostenible. Estados Unidos ha demostrado en las últimas semanas que sus prioridades estratégicas han cambiado, o al menos quienes toman la dirección de su política interior y exterior. El foco de esta nueva administración se desplaza progresivamente hacia Asia-Pacífico, mientras su compromiso con la seguridad europea se vuelve cada vez más condicional y sujeto a consideraciones domésticas. Todo esto bajo una más preocupante externalización de su desprecio por lo que Europa significa. Dado que Trump y sus gregarios no son casuales, los vaivenes políticos internos estadounidenses han convertido a este socio histórico en una fuente de incertidumbre para el futuro. No podemos descartar escenarios en los que Estados Unidos adopte posiciones hostiles hacia intereses europeos fundamentales (pensemos en Groenlandia), ya sea en términos comerciales, tecnológicos o incluso de seguridad.
Con todo ello, la conclusión es clara: Europa debe repatriar su industria de defensa y asumir una mayor responsabilidad en la protección de su propio modo de vida. Esto no implica un distanciamiento de alianzas tradicionales, sino un reequilibrio necesario que nos otorgue mayor autonomía estratégica en un mundo crecientemente multipolar y competitivo.
Esta repatriación de capacidades defensivas conlleva, indudablemente, costes de oportunidad significativos. Cada euro invertido en defensa es un euro que potencialmente no se destina a sanidad, educación, infraestructuras civiles o transición ecológica. Esta realidad generará —ya está generando— resistencias comprensibles en sociedades acostumbradas a décadas de “dividendos de paz” y priorización casi exclusiva del gasto social sobre el militar.
Sin embargo, es precisamente aquí donde debemos articular un argumento claro y convincente: invertir en defensa no es desviar recursos de nuestro bienestar, sino asegurar la infraestructura básica que lo hace posible. Del mismo modo que invertimos en hospitales para proteger nuestra salud o en escuelas para garantizar nuestro futuro, debemos invertir en capacidades defensivas para proteger todo lo demás. Se trata de una necesidad fundamental que muchos ciudadanos no perciben como tal, precisamente porque nunca han experimentado su ausencia y porque su coste no lo hemos asumido de forma intensiva. Y porque su satisfacción proviene de un bien público que se percibe abstracto.
Pero la defensa es como el oxígeno: solo notamos su importancia cuando empieza a escasear. Los europeos nacidos después de 1945 han vivido en un continente donde la paz, aunque imperfecta, ha sido la norma dominante. Esta bendición histórica ha generado la ilusión de que la paz es el estado natural de las relaciones internacionales, cuando la evidencia histórica y presente sugiere exactamente lo contrario.
La guerra en Ucrania, las tensiones en el Mediterráneo Oriental, la inestabilidad en el Sahel, la agresividad rusa, el expansionismo chino o el auge de actores no estatales hostiles nos recuerdan constantemente que la paz no es un bien gratuito ni automático. Requiere capacidades disuasorias creíbles, infraestructuras defensivas robustas y, sobre todo, voluntad política para utilizarlas cuando sea necesario.
Resulta particularmente paradójico que entre los grupos más resistentes a esta nueva realidad se encuentren precisamente aquellos que históricamente lideraron muchas de las luchas por los derechos y libertades que hoy disfrutamos. Sectores progresistas que abanderaron causas justas como la igualdad, la libertad de expresión o los derechos de las minorías parecen ahora incapaces de reconocer que esos mismos valores requieren protección ante amenazas externas.
Es por ello, por lo que a estos grupos debemos transmitirles un mensaje claro: el principal peligro para nuestro modo de vida ya no proviene principalmente del interior de nuestras sociedades, sino del exterior. La lucha por estos derechos debe plantearse contra las autocracias emergentes, los regímenes iliberales y los actores no estatales radicalizados que no comparten nuestros valores de tolerancia, pluralismo y respeto a los derechos humanos. De hecho, muchos de ellos ven en estos valores signos de decadencia y debilidad, y trabajan activamente para socavarlos, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
Defender nuestra democracia, nuestras libertades y nuestro bienestar no es una opción, sino un imperativo. Y hacerlo requiere no solo compromiso retórico, sino también recursos materiales, capacidades tecnológicas y preparación humana. En definitiva, requiere una industria de defensa europea robusta, innovadora y autónoma. Depende de una economía que debe asumir este reto dedicando recursos a ello. Sin embargo, esto no implica que el objetivo deba ser militarizar nuestras sociedades, abandonando nuestro compromiso con la resolución pacífica de conflictos. Al contrario, es precisamente para preservar la paz que necesitamos capacidades defensivas creíbles. La historia nos enseña que la debilidad invita a la agresión, mientras que la fortaleza promueve la estabilidad. Ser pacifista no implica que todo conflicto que se nos plantee en el futuro pueda resolverse de forma pacífica, ya que para ello hace falta dos voluntades y puede que una no sea la que nos gustaría que fuera.
Europa tiene hoy la capacidad económica, tecnológica y humana para desarrollar esta industria de defensa propia. Lo que ha faltado hasta ahora es voluntad política y claridad estratégica. Es momento de superar décadas de complacencia y asumir que la defensa de nuestro modo de vida es, ante todo, nuestra responsabilidad. Así, invertir en defensa no es traicionar nuestros valores; es la única forma de garantizar que podremos seguir disfrutándolos y promoviéndolos en un mundo cada vez más hostil hacia ellos.