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Tribuna
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Estatuto del directivo público: arma jurídica de modernización masiva

Diez beneficios que se lograrían con la regulación del directivo público en España

Nuestro país cuenta desde 2015 con una Ley que fija el Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), el cual contemplaba el desarrollo posterior de una figura del directivo público por parte tanto de la administración central como de las autonómicas. Hasta hoy ninguna de ellas ha hecho los deberes (Andalucía está ahora mismo en ello) y la consecuencia es que España no sale bien parada en los rankings sobre profesionalización e independencia de los directivos públicos. En este artículo analizamos los beneficios que esta regulación significaría.

Adecuación de los perfiles. Blindar la meritocracia en la selección de personal, impidiendo que la afinidad política o las relaciones personales sean el criterio primordial de selección, es garantizar que se eligen los perfiles más adecuados para cada puesto. Siguiendo el exitoso modelo portugués, en la ley que tramita la Junta de Andalucía, el directivo público es elegido por una comisión independiente. Dicho de otra forma, el organismo que ofrece el puesto no es el mismo que el que elige a los mejores candidatos.

Apertura al mercado. Con este modelo, cuando el puesto directivo no es ocupado por un funcionario, sino por un profesional que viene de fuera, lo que se produce es una verdadera transferencia de valor desde el mercado hasta la administración pública. Lo que hemos visto en España estos años atrás es lo contrario: la administración, como refugio laboral de políticos retirados de la primera línea y no siempre con la necesaria cualificación. La regulación del directivo público lo impediría, abriendo la administración a perfiles profesionales valiosos que quieren complementar su trayectoria privada con una experiencia en el sector público.

Mayor planificación. Uno de los problemas de la politización de los directivos públicos es la alta rotación asociada no a criterios de eficacia sino de supervivencia. Cambia el consejero, cambian los altos cargos. Esa volatilidad impide un ejercicio de planificación real de las políticas públicas. Todo está supeditado al criterio electoral. Profesionalizar la alta función pública es permitir que haya una planificación de actuaciones que vaya más allá del cortoplacismo político.

Autonomía en la gestión. Quizás, el aspecto más crucial. Si el directivo público no es elegido por su consejero, sino por una comisión independiente. Si su evaluación depende de objetivos e indicadores previamente establecidos y ajenos a la discrecionalidad, la consecuencia es inmediata: el alto directivo público comprende que su cliente es única y exclusivamente el ciudadano. Y eso significa que obra de forma autónoma y con el único objetivo de lograr los objetivos que le marcaron al llegar.

Evaluación por resultados. El establecimiento de un sistema de evaluación basado en criterios objetivos y procedimientos garantistas impide igualmente el ejercicio de la discrecionalidad política. Por decirlo de forma gráfica, si hoy un directivo público tiene un problema con el responsable político, el problema lo tiene el directivo público. Con un sistema garantista de evaluación, el que tiene el problema es el cargo político.

El que no cumple, puerta. La permanencia en el puesto está vinculada al cumplimiento de objetivos y por tanto quien no consigue resultados puede ser relegado de sus responsabilidades.

Delimitación de responsabilidades. La administración pública necesita de las dos: de las responsabilidades políticas y de las gerenciales. Pero claramente diferenciadas. La regulación del directivo público obliga a que cada palo tenga que aguantar su vela.

Confianza en la función pública. La regulación de directivo público acabaría con esa imagen de la dirección pública como algo ajeno al funcionariado. Al contrario, un buen directivo público optimiza el cuerpo de funcionarios por su experiencia previa en gestión. Prestigiar al directivo público es recuperar la confianza del ciudadano en la función pública.

Colaboración público-privada. La aproximación del sector privado al público se contempla hoy bajo la óptica de la desconfianza y la sospecha. La profesionalización de la alta función pública permitiría superar esta perspectiva, algo crucial para estimular tanto la colaboración público-privada como la compra pública de innovación, que la Unión Europea quiere fomentar en todos los estados europeos.

Innovación y desarrollo empresarial. Como resultado de todo lo anterior, apostar por una función pública liderada por profesionales cualificados es estimular no solo una mejora de los servicios públicos sino unas políticas más adecuadas para la innovación y el desarrollo empresarial. No por casualidad, sino por causalidad, las economías más innovadoras coinciden con aquellas en las que el sector público está más profesionalizado. El papel clave que juega el dinero público en el estímulo de la innovación exige poner a los mejores al frente de los primeros puestos gerenciales de la administración pública.

Francisco José Fernández Romero, socio-director del despacho Cremades&Calvo-Sotelo Sevilla

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