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El Foco
Tribuna
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¿Es la ‘primavera iraní’ un asunto interno?

Las quejas de la población son variadas, pero tienen algo en común: piden cambios estructurales

Estudiantes protestan frente a la Universidad de Teherán.
Estudiantes protestan frente a la Universidad de Teherán.Reuters

Si las primaveras árabes fueron ideadas por gnomos del equipo de George W. Bush y llevadas a la práctica con la inestimable ayuda de veteranos asesores de la Administración norteamericana, no cabe la menor duda de que la cacareada primavera iraní es un invento de Donald Trump”, afirmaba recientemente un cínico analista político libanés afincado en Francia.

Ficticia o real, la acriminación encuentra eco en las manifestaciones de numerosos políticos y diplomáticos europeos o asiáticos, quienes no dudan en calificar la impetuosa actuación del actual inquilino de la Casa Blanca de intrusión en los asuntos internos de la República Islámica de Irán. La reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, convocada a finales de la pasada semana por la diplomacia estadounidense, ha puesto de manifiesto el rechazo de los miembros de la ONU ante la arrogante política imperial de la Casa Blanca. “Los problemas internos de Irán no constituyen un peligro para la paz mundial”, advirtieron los embajadores de las grandes potencias que integran el Consejo.

Cierto es que tanto el Presidente Trump como el Primer Ministro israelí, Benjamín Netanyahu, tienen interés en acabar, de forma más o menos pacífica, con el régimen de los ayatolás. Donald Trump pretende liquidar el legado de su antecesor, Barack Obama: el acuerdo nuclear con Teherán, que no es del agrado de los legisladores republicanos. Por su parte, Netanyahu espera ansiosamente la luz verde de Washington para la destrucción de las instalaciones nucleares iraníes, deseada por mentor, el general Sharon.

No hay que extrañarse, pues, al comprobar que los ayatolás echan la culpa de todos los males a los “agentes extranjeros” –Estados Unidos, Gran Bretaña, Arabia Saudita o Israel. Nada nuevo bajo el sol: lo mismo sucedió durante las últimas semanas del reinado del Sha, cuando se identificaba a los miembros de la guardia imperial dedicados a reprimir las revueltas populares con… ¡agentes del Mosad israelí!

Sin embargo, parece más que improbable que los manifestantes de 2018 acepten esas alegaciones. En comparación con la revuelta de 2009, organizada por una agrupación supuestamente liderada por los verdes, la actual primavera iraní es la emanación de un movimiento más heterogéneo, que congrega a exponentes del Irán profundo, las capas más desfavorecidas de la sociedad persa, hasta ahora ausente en las movilizaciones populares, a jóvenes, estudiantes, parados y mujeres. En este caso concreto, las quejas de los iraníes son múltiples y variopintas. ¿Su común denominador? La innegable voluntad de cambios estructurales.

Las primeras manifestaciones tuvieron como escenario la población de Mashad, ciudad natal del ayatolá Alí Jamenei, líder supremo de la revolución islámica y el feudo de la resistencia contra su adversario político, el reformador Hasán Rouhaní. Al día siguiente, las protestas se trasladaron a Kermanshah, localidad afectada por el último terremoto. Luego el movimiento se extendió a Teherán y otras localidades del país. La intervención de los Guardianes de la Revolución, unidades de élite que se dedican a proteger al régimen teocrático, se saldó con más de una veintena de muertos, centenares de heridos y detenciones masivas. Si bien el general Mohamad Alí Yafar, comandante en jefe de los Guardianes, se precipitó en anunciar “el fin de la sedición”, las protestas siguieron durante el fin de semana.

¿Se puede hablar de sedición? Aunque en las primeras horas se oyeron gritos de No a la República Islámica o Abajo el dictador (por el ayatolá Jameney), el movimiento se tornó rápidamente en una protesta social. Los sediciosos reclaman la introducción de nuevas reformas socio-económicas, ansiadas por la sociedad civil.

Los manifestantes denunciaban el alto índice de desempleo –el 12,4%– alrededor del 29% en el caso de los jóvenes; una tasa anual de inflación del orden del 9% (controlada por las autoridades, puesto que en 2013 se había registrado la cifra récord del 35%; el aumento desmesurado del precio de los alimentos, la carestía de los hidrocarburos, el estancamiento de los sueldos (el salario mínimo ronda el torno a 155-170 euros), el elevado gasto militar, debido ante todo al involucramiento del ejército y de las agrupaciones paramilitares en el conflicto del Yemen, el control de algunas zonas clave en la vecina Irak, así como la presencia de elementos castrenses en Siria y en el Líbano. A ello se suma el funcionamiento salvaje de sociedades financieras opacas, creadas durante la presidencia del populista Mahmud Ahmadineyad, acérrimo oponente de la política del ayatolá Rouhaní.

Por último, aunque no menos importante, la campaña a favor de los derechos básicos de los ciudadanos y las reivindicaciones más que justificadas de los grupos feministas. Obviamente, el principal factor de la crisis es la patente incapacidad de los clérigos de llevar a cabo impostergables reformas económicas o de combatir la corrupción, un mal existente durante la época del Sha que, dicho sea de paso, fue el detonante (o la coartada) para el cambio de régimen.

Las embrionarias medidas contempladas por Hasán Rouhaní – reducción de los impuestos e incremento de los sueldos bajos – servirían para redorar, al menos, provisionalmente, la imagen del actual Gobierno. Sin embargo, podrían avivar las críticas de una oposición empeñada en condenar la aparente debilidad del ala reformadora del establishment político, liderada por el propio Rouhaní. Cabe suponer, pues, que al finalizar esa criptoprimavera persa, el país entrará en una etapa de inestabilidad, deseada por los detractores de la República islámica. La lista es muy larga: son legión…

AdriAn MacLiman es Analista Político Internacional

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