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El Foco
Tribuna
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El ‘déjà vu’ de Popular

No es difícil deducir una gestión negligente tras el vertiginoso giro del valor de la entidad

Pablo Monge

Desde que la Junta Única de Resolución y el Fondo de Resolución Ordenada Bancaria intervinieron el Popular para adjudicarlo al Santander, marea de querellas (media dixerunt) y esperanza de afligidos por el precedente de Bankia y la supuesta proclividad de los tribunales a acceder a la pretensión de los inversores.

Supuesta solo, por tres motivos. Uno económico, por la indeterminación del agujero negro. Se habla de una banda entre 2.000 y 8.000 millones; se han desoído ofertas por 4.000, y ahora Santander ampliará por 7.000 para digerir, cual boa amazónica, a un ente aquejado de tardo-ladrillazo, por lo que aún es prematuro concretar ofertas de restitución que disuadan a los sufridores de buscar satisfacción litigiosa.

Otro motivo es jurídico, por la endeblez de los mecanismos coercitivos y de aplicación del derecho que permiten depurar efectivamente la responsabilidad civil y penal, cuestión crucial que no cabe aquí explanar.

Y un tercero político, de hondura no desdeñable pero de más dudoso escrutinio: ¿qué rumbo adoptarán gestores y supervisor para calmar la marea? El coste reputacional se disparará para Santander si su oferta a inversores es cicatera, una vez cerrados los cálculos que en su día debió aquilatar la autoridad pública y que, por cierto, ni practicó, acaso para eludir una incómoda depuración de cargos en el entorno de las cúpulas de la entidad fenecida.

Para que los inversores invitados a adquirir recuperen su dinero, basta una negociación, que será sesgada siempre a favor de la entidad adquirente, a cuyo poder omnímodo se acumula su condición de too big to fail. En cambio, para recobrar la inversión en juicio, si fue el inversor quien tomó la iniciativa, deben prosperar reclamaciones que, en síntesis, se sustentan en el dolo o maquinación fraudulenta de administradores y auditores para extraer beneficios privados a costa del patrimonio del Popular; en la difusión por los primeros de información financiera falsa y, por tanto, inductora a error sobre la inversión en las acciones nuevas emitidas en la ampliación; o, más colateralmente, en manipulaciones de la cotización, practicadas tanto para facilitar la especulación con ventas a corto de personas iniciadas o avisadas del valor real de la compañía, como a fin de ensamblar con técnicas de maquillaje aptas para disimular el deterioro financiero.

Como de costumbre, el éxito de esas acciones depende de la apreciación judicial de la prueba que aporten los perjudicados (algunos agrupados en Adicae, otros en Aemec, otros en la OCU, y otros en despachos dispersos), y, por supuesto, de una estimación favorable por los jueces de la pretensión restitutoria o de devolución, una vez que los hechos alegados se tengan por probados.

Lo primero, probar los hechos, no parece a primera vista extraordinariamente complicado. Nadie imagina que casi 11.000 millones (patrimonio del banco en los registros de la CNMV) se volatilicen en pocas semanas sin que sus gestores se los jueguen al póquer o, lo que es más verosímil, sin algún plan preconcebido de tunneling o apropiación de esa fortuna, o en el mejor de los casos, de ocultación de errores de gestión de bulto. Plan que se acompaña de cierto make-up o lavado de cara contable e informativo, que las autoridades, con auxilio de los auditores, debieron precaver y atajar.

También aparecen como hechos probados los términos en los que el folleto informativo de la ampliación de capital muestra una situación aceptable cuando se ejecuta el acuerdo de aumento. Del giro copernicano y vertiginoso del valor del Popular no es difícil deducir, al menos, una gestión negligente, que impide a las defensas acreditar una administración sana y prudente, máxime cuando la pérdida se ha gestado a ritmo de Hamilton o Vettel...

La alternativa será peor: entender que se ocultó información (estafa en un imaginario colectivo que sueña con la presión de gestores presuntamente desleales) durante el proceso de la ampliación de capital que intentaba la cardio-reanimación de un banco ya letalmente arrítmico, al modo de Bankia. No parece creíble que el Popular se haya desvanecido, ¡en un mes o dos!, por efecto de infortunios imprevisibles acaecidos en el curso normal de los negocios. Menos creíble todavía resulta tal defensa considerando una trayectoria histórica donde Popular se significaba entre otros bancos por su dedicación al negocio clásico de márgenes de intermediación, y su renuencia, casi aversión, a ciertas operaciones de banca de inversión y a las fusiones.

No será sencillo concretar qué actos de administración fueron desleales o qué informaciones fueron fraudulentas sin contar con la cooperación de directivos y auditores honestos, así como la de otros corresponsables legales de la información vertida en el folleto informativo (bancos directores de la emisión y otros cooperadores) y la del supervisor, especialmente a la hora de dilucidar si, efectivamente, hubo manipulación de los precios u otra modalidad de abuso de mercado, y de si la valoración de activos inmobiliarios tóxicos se hizo correcta y prudentemente.

Por lo demás, si el Banco Santander (eventual codemandado por falsedad contable en caso de absorción del Popular) dice garantizar soluciones al pequeño inversor, significa que tiene interés en hacerlo, pese a la magnitud de los pasivos y costes asumidos...

A estas alturas del film, déjà vu.

Javier Ibáñez es profesor del departamento de Derecho Económico y Social de Comillas Icade.

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