'Brexit': defender los intereses, recuperar la identidad
Europa debe recordar el cómo, pero sobre todo el porqué creó un mercado único
El apodo de Dama de Hierro con el que se bautizó a Theresa May cuando tomó posesión de su cargo como primera ministra de Reino Unido, emulando a su antecesora Margaret Thatcher, resultó ayer acreditado ante una Europa perpleja por la dureza del discurso británico sobre el brexit. May dejó claro que Londres llevará a cabo una ruptura total con la Unión Europea a través de un acuerdo hecho a la medida de los intereses británicos y cuyo fin es sentar las bases de un Reino Unido “más fuerte”. Tras meses de rumores, hipótesis y debates sobre cuál podría ser el modelo de brexit finalmente adoptado –duro o blando– las incógnitas se han despejado: Londres quiere que el corte con Bruselas sea limpio y afilado, sin flecos ni medias tintas. En palabras de May, “ni pertenencia parcial a la UE, ni acuerdo de asociación ni nada que nos deje medio dentro y medio fuera”.
La primera ministra se escora así hacia el ala euroescéptica de su Gobierno y opta por una ruptura que incluye abandonar el mercado único y la unión aduanera y dota a Gran Bretaña de un estatus similar ante sus antiguos socios al de EE UU, China o Canadá. Su discurso –que incluyó la amenaza de represalias comerciales contra la UE si esta obstaculiza sus planes– refleja a la perfección la ironía con la que la describía hace unos meses uno de sus compañeros de partido: “Theresa es terriblemente difícil. El siguiente en darse cuenta será Jean Claude Junker”. La premier enumeraba ayer una batería de medidas con las que su Gobierno está dispuesto a responder a Junker y a cualquier otro funcionario o político europeo: represalias fiscales mediante impuestos a tipos “competitivos”, barreras comerciales capaces de poner en riesgo “exportaciones europeas valoradas en 290.000 millones de libras al año”, frenos a la libre circulación de capitales “que dañarían las inversiones de empresas europeas valoradas en más de medio billón de libras” e incluso en el cierre de las puertas de la City para las compañías de la UE.
La bazuca disparada por Londres ayer llega horas después de las despectivas declaraciones de Donald Trump poniendo en duda el futuro de la organización. Ambos son proyectiles dirigidos contra una Europa que lleva tiempo –demasiado tiempo– sumida en una profunda crisis institucional, política y, sobre todo, identitaria. Las llamadas a la unidad y la confianza realizadas en las últimas horas por los socios más fuertes del club –Alemania y Francia– no sirven por sí solas para tapar las profundas grietas que exhibe el casco de la UE. En ese sentido, el desafío lanzado ayer por Reino Unido y la arrogancia con la que ha sido planteado el acuerdo deberían servir de acicate para que Europa recuerde una vez más el cómo, pero sobre todo el porqué creó hace 60 años un mercado único con libre circulación de personas, mercancías y capitales. En ese ejercicio de memoria y cohesión es donde hay que encuadrar las negociaciones que se abrirán con Londres una vez activado el artículo 50. Unos contactos que deben aspirar a encontrar un punto medio entre las exigencias de Londres, la necesidad de salvaguardar los intereses económicos europeos y el riesgo –alto– de mandar un mensaje a los estados miembros que indique que fuera de la UE no solo se está bien, sino incluso mejor.
Mientras los detalles de la negociación económica traerán consigo una labor eminentemente técnica, la tarea de recuperar la identidad europea y de desincentivar un posible efecto llamada en los países con mayor influencia euroescéptica es fundamentalmente política. En una Europa marcada todavía por las cicatrices de la crisis económica más larga de su historia y por numerosos signos de incertidumbre, probablemente el mejor discurso para frenar ese riesgo de contagio pase por la pedagogía y el pragmatismo. La fortaleza económica de Reino Unido no solo hace posible una negociación de tú a tú con Europa, sino que abre la puerta a un final positivo y ventajoso para Londres, un escenario al que dificilmente pueden aspirar otros países de la UE. Bruselas no necesita tanto utilizar el miedo o la demagogia, cuyo efecto suele ser incierto y transitorio, como el realismo. El objetivo es claro: convencer a los europeos de que unidos suman y separados no.