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Tribuna
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Neoliberalismo, una historia mínima

El neoliberalismo tiene mala prensa, el nombre quiero decir, por la dictadura de Pinochet. No sin razón, porque efectivamente tuvo Pinochet un grupo de asesores económicos, inspirados por Milton Friedman, que se llamaban neoliberales, y que diseñaron para Chile una política económica de austeridad, equilibrio fiscal, privatizaciones; y porque Friedrich Hayek, en defensa de un programa neoliberal, hizo el elogio de la dictadura en Santiago, en 1981.

El problema es que a partir de entonces la palabra vino a quedar asociada a una amalgama confusa de autoritarismo, capitalismo salvaje, gobiernos militares, conservadurismo católico, y se convirtió en un adjetivo que se le puede colgar casi a lo que sea, y que no dice nada.

Paradójicamente, corrió parejo su descrédito en el espacio público con su triunfo absoluto en la práctica (Reagan y Thatcher, pero también Clinton, Blair, González, Schroëder). En los últimos treinta años, nadie admite que se le llame neoliberal, nadie quiere ser neoliberal, pero nadie piensa en realidad fuera de las pautas del neoliberalismo, que se ha convertido en el horizonte de nuestro sentido común.

El neoliberalismo es mucho más de lo que se suele pensar, mucho más que una política económica, pero es también algo bastante concreto. Es el programa intelectual más ambicioso, y sin duda el de mayor éxito de la segunda mitad del siglo veinte. Tiene fecha de nacimiento: la última semana de agosto de 1938, en el que se llamaría después el coloquio Lippmann, convocado por Louis Rougier, en París. Asistieron Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, Jacques Rueff, Wilhelm Röpke, hasta ochenta académicos, periodistas, intelectuales, preocupados por el futuro del liberalismo y de la economía de mercado bajo la múltiple amenaza de la URSS, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, e incluso el New Deal de Franklin D. Roosevelt.

A pesar de sus diferencias, y había bastantes, coincidieron en un programa para la renovación del liberalismo a partir de tres convicciones básicas. Primera, que los mercados no son naturales, ni se crean ni se mantienen por sí mismos, sino que necesitan al Estado: para formarlos, para garantizar su funcionamiento, pero sobre todo para protegerlos de los impulsos colectivistas de todo tipo. Segunda, que la libertad económica debe tener prioridad sobre las libertades políticas, para poner al mercado a salvo de las tentaciones totalitarias de la democracia. Y tercera, que lo privado (empresas, iniciativas, instituciones) es siempre técnica y moralmente superior a lo público –y que por lo tanto debe sustituirlo dondequiera que sea posible.

Era un programa político relativamente simple, y clarísimo. Alexander Rüstow propuso que se llamase neoliberalismo. Acabada la guerra se institucionalizó la iniciativa mediante la formación de la Mont Pélerin Society. El propósito era convocar a gente de ideas afines (han llegado a ser casi mil), reunirse periódicamente, y crear una red global de fundaciones, centros de estudio, para defender el credo liberal –neoliberal– en las horas bajas que fueron los años cuarenta, cincuenta, sesenta…

Y, según la expresión lapidaria de Hayek, procurar sobre todo formar el sentido común de los “vendedores de ideas de segunda mano”: periodistas, locutores, asesores, y a través de ellos influir sobre la opinión pública, y sobre la clase política.

Mucha de la fuerza del programa deriva de que tiene como soporte una estructura de explicación extraordinariamente versátil (que sirve lo mismo para la economía que para la política, el derecho, la educación). El punto de partida es un individualismo radical, es decir, la idea de que no hay más que individuos, que en todo momento son capaces de elegir libremente, según sus preferencias. Y la idea correspondiente de que un orden complejo como el de cualquier sociedad humana sólo puede ser espontáneo, producto de la coordinación impensada, automática, de las acciones individuales –como sucede en el mercado.

El corolario de ambas cosas es que todo intento de imponer deliberadamente un orden artificial es injusto, tiránico, y a la larga además inoperante: da lo mismo que se trate de imponer un salario mínimo que un sistema de salud universal, un sistema de producción centralizado o la igualación del ingreso.

No hace falta decir que el éxito del programa ha sido fulminante y categórico, universal. En treinta años ha contribuido a transformar por completo el panorama institucional en el mundo entero, ha barrido con las viejas ideas de interés público, servicio público, y ha impuesto una manera de entender la economía, la fiscalidad, la educación, ha impuesto incluso un lenguaje: racionalidad, incentivos, capital humano, que parece el único posible, para hablar de cualquier cosa.

El resultado es en muchos aspectos desolador. Pero cuesta trabajo incluso imaginar una alternativa que vaya más allá de los buenos deseos, o de un voluntarismo infantil –cuesta trabajo, es urgente.

Fernando Escalante Gonzalbo es Sociólogo. Profesor en el Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México y autor del libro ‘Historia mínima del Neoliberalismo’

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