Diálogo, estabilidad, reformas y certidumbre
Ese, y en ese orden, es el desempeño que de la política exige la economía siempre, pero ahora más que nunca: diálogo, estabilidad, reformas y certidumbre. El caprichoso resultado de las elecciones del 20D, reflejo tanto de los efectos de la crisis y los esfuerzos hechos por superarla como de los comportamientos de desprestigio de muchos cargos públicos, se ha convertido en uno de los aparentes obstáculos para la formación del Gobierno. Pero dado que el sistema parlamentario pone en manos de los Diputados la elección de presidente del Gobierno, son ahora los 350 representantes electos los que tienen que demostrar que saben superar las diferencias para interpretar lo que los votantes han dicho. Nada reconstruirá más la devaluada figura de los representantes políticos que saber leer entre líneas la intención de los votantes y devolverla en forma de gobernabilidad estable.
Decía ayer el presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, que las circunstancias políticas han cambiado, y que ningún político puede hacer abstracción de esta circunstancia. Las lecturas sobre qué han dicho los electores pueden ser variadas, pero deben coindicir en algunas líneas básicas. La fundamental es que para transitar por esta XI legislatura se necesita diálogo, mucho diálogo; acuerdos, muchos acuerdos. Aunque sea de manera no suficiente, los electores han designado al PP como primera fuerza, pero han comunicado también que quieren que gobierne en coalición con otros partidos que compartan ideario, y que tengan a bien negociar todas y cada una de las decisiones estratégicas que tome. Es momento de practicidad y de dejar las aristas ideológicas a un lado. Todo el mundo tiene derecho a defender sus posiciones, pero dialogar y acordar supone ceder, supone lograr disposiciones sintéticas.
La fidelidad a las ideas honra a los líderes con convicción; pero honra tanto como aquello adaptarse a las circunstancias del país al que representan y a las necesidades de los representados. Y nadie puede hacer abstracción de que España sigue atrapada en una profunda crisis económica y social, con una descomunal tasa de paro del 21%, en la que las soluciones están poco más que apuntadas y cogidas por alfileres, y que el primer mandamiento de los políticos en apuntalarla. Con problemas y dificultades de menor intensidad han entendido en varios países europeos, seguramente con tradición democrática más dilatada, que precisaban de gobiernos de coalición para afrontar los problemas. Huelgan los ejemplos, que llegan incluso a instituciones comunitarias como la Comisión.
Para que la lacra del desempleo siga reduciéndose es preciso mantener altas tasas de avance del PIB, de al menos las logradas en 2015 (3,2%); y para ello, nada mejor que mantener una política económica que se ha practicado en los últimos años, que ha cebado la confianza de inversores, productores y consumidores, con las correcciones que se consideren precisas. Hay muchas maneras de lograr un engranaje político que respete y prolongue lo logrado; pero circunstancias políticas sobrevenidas, como el órdago secesionista de Cataluña, aconsejan un Gobierno fuerte para hacerle frente. Un Gobierno que tenga más respaldo parlamentario que el que de forma natural puede proporcionar el grupo popular. Aunque Pedro Sánchez tiene todo el derecho a intentar un Gobierno alternativo nucleado en el PSOE, debe desistir de ello si tiene que entrar a cambio por las horcas clauidinas del independentismo o de planteamientos económicos radicales, estatalistas o socializantes como los de Podemos.
Rajoy ha planteado ya la posibilidad de un Gobierno de gran coalición, con programas acordados y de larga duración, que es sin duda la mejor solución para proporcionar certidumbre a la economía, y que gana adeptos en la opinión pública. Su disposición permite a PSOE y C’s modular y condicionar las futuras reformas y corregir las pasadas. Sánchez, reticente a tal pacto, tiene el dilema de compartir Gobierno y rentabilizarlo si siguen los éxitos económicos, o compartir oposición con quien está firmemente empeñado en convertirse en el núcelo duro de la izquierda en España. Como avala la gestión a lo largo de la democracia, la distancia de las posiciones del PSOE y del PP, más allá de los alardes de campaña, son mucho más asumibles que las que les separan de Podemos.