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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España debe mejorar su eficiencia fiscal

Pese a las subidas impositivas que España ha vivido durante la crisis económica, en un intento por recomponer sus maltrechas finanzas públicas, nuestro país ha seguido siendo uno de los Estados europeos con menores ingresos tributarios. En los tres grandes impuestos –IRPF, IVA y Sociedades– la Hacienda española recauda menos que la media de países de la UE. Hasta el punto de que en el IVA, cuyo tipo impositivo ha aumentado varias veces desde 2010, España es el tercer país con menor recaudación, después de Irlanda y Portugal. No ocurre lo mismo en los impuestos que gravan los activos inmobiliarios, especialmente con el IBI, único tributo que en España no ha perdido jamás recaudación y prueba palpable y lapidaria del elevado peso que en la economía española ha tenido siempre este sector y que en nuestra sociedad sigue teniendo la propiedad. Sin embargo, en el caso de la imposición patrimonial –un capítulo en el que figura el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones– la Hacienda española ocupa de nuevo la tercera posición entre las recaudaciones más bajas. Solo Bélgica y Francia tienen las arcas más vacías por este concepto.

Pese a lo que pudiera deducirse a primera vista, los bajos ingresos fiscales de España no responden a una fiscalidad mucho más laxa que la de sus vecinos europeos. En 2014, último ejercicio en el que estuvo en vigor la subida de impuestos que aprobó Mariano Rajoy, el fisco ingresó un 7,7% del PIB por IRPF, frente al 9,4% de la media europea. La fiscalidad española contaba entonces con un tipo marginal máximo de entre los más altos de Europa: un 52% que alcanzaba el 56% en comunidades como Cataluña o Andalucía, aunque es cierto que esa presión fiscal se limitaba a las rentas superiores a 300.000 euros, que en España son una minoría. Algo similar ha ocurrido con el IVA, que entre 2010 y 2012 se elevó desde el 16% hasta el 21%. Una subida vertiginosa que ha colocado a España en el entorno general europeo en este impuesto, pero que no ha logrado sacarnos del vagón de cola en términos de ingresos.

La gráfica comparativa fiscal de la Hacienda española difiere todavía más en el caso de los impuestos sobre los beneficios de las empresas. Al contrario que en otros tributos, la recaudación por el Impuesto sobre Sociedades descendió drásticamente en España durante la crisis, hasta el punto de pasar de 50.000 millones de euros en 2007 a 21.000 millones en 2014, una caída de casi un 60%, mayor que la de cualquier otro país europeo y muy por encima de la media de la UE, donde los ingresos cayeron menos de un 20% durante ese período. Todos los ejemplos anteriores, con excepción de la vigorosa recaudación del IBI, dibujan un perfil fiscal ineficiente, lastrado por una baja recaudación que no se explica suficientemente –o al menos, únicamente– ni por factores socioeconómicos ni por tipos llamativamente bajos y que remite a factores como la eficiencia, la elevada economía sumergida y la necesidad de acentuar aún más la lucha contra el fraude fiscal.

Los datos apuntan a que el problema de España no está tanto en el diseño de los impuestos como en su gestión. Una economía como la española, inmersa en un proceso de recuperación al que todavía le resta consolidarse, necesita una fiscalidad razonable, flexible y eficiente, que incentive el consumo, anime a la inversión productiva y potencie la actividad empresarial. Pero para poder mantener un sistema tributario de estas características deben garantizarse unos ingresos suficientes a las arcas públicas, más aún cuando España debe cumplir con sus objetivos de ajuste fiscal. Si se quiere cuadrar con éxito esa ecuación, la legislatura que estamos a punto de iniciar debe contar entre sus prioridades con un mayor refuerzo de la labor de gestión, inspección y recaudación de la Hacienda Pública. En ese tarea es necesario prestar especial atención a la gestión recaudatoria del Impuesto sobre Sociedades, cuya factura es anómalamente baja en relación a la de los países de nuestro entorno. Las rentas del trabajo, sin margen para aprovechar excesivas ventajas en materia de optimización fiscal, han soportado un elevado sacrificio durante la crisis. Se trata de un esfuerzo loable y necesario que todos, también las empresas, tienen que asumir.

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