El intríngulis de la declaración tributaria especial
Parece que hace mucho de aquello, pero el 31 de marzo de 2012 conocimos la posibilidad de regularizar determinadas rentas no declaradas al fisco al publicarse el Real Decreto ley 12/2012. Desde entonces mucho se ha debatido sobre la conveniencia o no de una medida de estas características, y la discusión se produce, como mínimo, en tres campos: en el ético, en el técnico y en el presupuestario.
Hace, por tanto, dos años y medio que expiró el plazo para llevar a cabo esta regularización, que supone una medida que ha sido empleada de forma extraordinaria en otros muchos países y en el nuestro de manera cíclica por gobiernos de diferentes colores cuando la coyuntura que atravesaban las finanzas públicas de España ha sido crítica.
Para centrar el tema quizás convenga recordar cómo se instrumentó. En primer lugar se reguló a través de una disposición adicional del mencionado Real Decreto ley, que determinaba que el plazo para presentarla e ingresar el correspondiente importe finalizaría el 30 de noviembre de 2012. La regulación fue demasiado magra, tanto que dicha norma fue modificada por el Real Decreto ley 19/2012, publicado a finales de mayo de ese año, y, de nuevo, por la Ley 12/2012 publicada después de que venciese el plazo de declaración.
No contentos con lo anterior, para aclarar la norma fue necesario un desarrollo por Orden ministerial, publicada en junio, y sendos informes de la Dirección General de Tributos de 27 de junio y de 11 de octubre de 2012, este último in extremis antes de que se cumpliese el plazo.
Solamente por lo anterior ya nos damos cuenta de que, desde luego, el mecanismo no era perfecto.
Por un lado, no era perfecto porque se trataba de sanar la falta de declaración de determinadas rentas con la afloración de bienes y derechos de los que se fuera titular a 31 de diciembre de 2010 y pagando el 10% del valor de adquisición de los que se sacaba a la luz. Naturalmente estaba claro que eso de mezclar renta y patrimonio daría problemas, y, por ejemplo, no permitió regularizar rentas no declaradas que se habían consumido. También hacía casi imposible regularizar efectivo, respecto del cual era dificilísimo probar que se hubiera generado con unas determinadas rentas, si bien este aspecto se salvó con el solo requisito de ingresarlo en cuenta bancaria antes de presentar la regularización.
También es una pesadilla recordar la casuística de las regularizaciones en cuanto a titulares reales y aparentes, aflorando bienes adquiridos solo en parte con rentas no declaradas o a las de derechos adquiridos en parte con rentas no declaradas pero prescritas.
Respecto a este último supuesto, se aclaró mediante informe que si una cuenta bancaria tenía un saldo de 800.000 euros a 31 de diciembre de 2010, 500.000 euros del mismo se ingresaron en período prescrito y 300.000 euros correspondían con rentas no declaradas e ingresadas en dicho depósito en períodos no prescritos, solo habría que pagar el 10% de los 300.000 euros.
Este es uno de los aspectos que ahora se pone en cuestión. Aunque sea lícito este debate, parece de sentido común que un contribuyente que tenía ganada la prescripción respecto de una determinada renta no declarada no tuviera que pagar porque pusiera de manifiesto el saldo en el que se había materializado, ya que eso podía hacerlo a coste cero sin ninguna norma de regularización especial para ello.
Otro aspecto que ahora salta con virulencia es el de la confidencialidad de los datos contenidos en este modelo 750 que se utilizó para la regularización. En la Orden que la desarrolló se establecía que los datos que la Administración obtenía a través de esta declaración tenían el carácter reservado previsto en el artículo 95 de la Ley General Tributaria que, en definitiva, no es ni más ni menos que el que tienen los que se suministran en cualquier otra declaración que presentamos en la Administración Tributaria, como los que vamos a dar con nuestra Renta 2014 que estamos declarando hasta el 30 de junio.
Quiere esto decir que la Administración solo puede hacer uso de esos datos para gestionar los tributos, en lo que va incluida su comprobación, sin que pueda cederlos salvo en determinados supuestos como en la colaboración con los órganos jurisdiccionales o con la inspección de la Seguridad Social, pongamos por caso.
Exigirle ahora a los amnistiados importes superiores a los que en repetidas ocasiones la Administración comunicó que tenían que pagar, ya fuera mediante norma con rango legal, reglamentario o por informes interpretativos, o hacer públicos sus datos, aunque estemos viviendo momentos de frustración evidente por los casos de corrupción que conocemos día sí día también, no parece que cumpla con el principio de seguridad jurídica. El Estado no puede hacerle trampas a sus ciudadanos, aunque la regularización demuestre que en unos determinados ejercicios no cumplieron con sus obligaciones tributarias. Esto supondría, por de pronto, que haríamos de mejor condición al que tampoco había cumplido y decidió no ponerse al día con la oportunidad que se le brindó.
Resumiendo, la regularización es una decisión política extraordinaria que responde a una situación de colapso de las cuentas públicas y que permite aflorar cantidades importantes que nutrirán durante muchos años las arcas del país. Es posible que el desarrollo normativo podría haber sido menos alambicado, pero lo que, sin duda, no es de recibo con respecto a estos contribuyentes que han acudido a este llamada es que se les cambien las reglas del juego, independientemente de que la Administración Tributaria aproveche estos datos para comprobar si la regularización fue completa o si faltan por regularizar otros tributos.
Por último, también sería muy recomendable que, como parece que se está haciendo, se investiguen delitos que se pudieran haber cometido y que dieron origen a la generación de rentas no declaradas y, además, ilícitas.
Parece que la Administración ya tiene por delante mucho trabajo si quiere aprovechar los datos suministrados por la amnistía fiscal, sobre todo teniendo en cuenta que la presentación de aquella declaración no interrumpía la prescripción.
Valentí Pich es Presidente del Consejo General de Economistas