La maraña fiscal autonómica
Las comunidades autónomas han tratado de hacer frente a los rigores fiscales de la crisis –especialmente, al descenso de ingresos relacionados con el sector inmobiliario– con la creación de nuevos tributos. Antes del estallido de la burbuja urbanística, las regiones contaban con 48 impuestos propios, mientras en la actualidad ese número asciende ya a 76. En total, son 28 los nuevos hechos imponibles gravados por las haciendas autonómicas en las áreas en las que tienen competencia. Ninguno de los grandes impuestos, de titularidad estatal, entra en esta categoría: ni el impuesto sobre el patrimonio, el de sucesiones y donaciones o el de actos jurídicos documentados, pese a las amplias competencias que las regiones tienen sobre ellos. Cataluña ha sido la comunidad autónoma más activa en el afán por aumentar el número de actividades sujetas a imposición. Si en 2007 contaba con cuatro impuestos propios, hoy esa cifra se eleva a 14, frente a los cinco de media que han creado durante el mismo período las 15 comunidades de régimen común. Un vistazo a los tributos establecidos durante este período permite vislumbrar el tipo de hecho imponible del que pueden echar mano las regiones, de capacidad recaudatoria limitada. Es el caso del impuesto que grava las bolsas de plástico o las tierras infrautilizadas en Andalucía o el establecido sobre las viviendas vacías en Cataluña. La mayoría de estos tributos están relacionados con la protección medioambiental y se justifican en la necesidad de reducir la contaminación.
La razón de esta proliferación impositiva no está solo en el derrumbe de la recaudación de los impuestos relacionados con el mercado inmobiliario, sino también en la necesidad de cuadrar las maltrechas cuentas autonómicas y cumplir con los objetivos de déficit fiscal. Si en 2006 el impuesto sobre actos jurídicos documentados aportaba a las arcas regionales, por ejemplo, algo más de 18.000 millones de euros, solo tres años más tarde esa cifra caía hasta los 7.500 millones. Ello ha supuesto un duro castigo sobre los ingresos de las comunidades autónomas y las ha obligado a buscar nuevas fórmulas para hacer frente a la sangría de recaudación. Pese a ello, y a falta de que se publiquen oficialmente las cifras de déficit fiscal de 2014, las evidencias apuntan a que las regiones volverán a incumplir el objetivo fiscal marcado y que sus cuentas siguen sin someterse a la disciplina necesaria. A la vista de este escenario, multiplicar el entramado tributario y elevar la carga impositiva de los operadores económicos constituye una decisión de política fiscal que debería ser objeto de una serena reflexión. Como también evitar la tentación, especialmente fuerte en un año electoral, de optar por aumentar el gasto público con fines populistas en lugar de cumplir con los objetivos de austeridad fiscal.
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