Viejas cicatrices
Día 9 de noviembre. Pero de 1989. El día que el siglo XX cerró la página más amarga y aciaga de su historia. Ese día terminó la guerra, aquella que desgarró Europa setenta y cinco años atrás, aquella que arrastró a esa misma Europa de nuevo al campo de la guerra y la locura, el genocidio y la destrucción apocalíptica. El día que las cicatrices se diluyeron, las que robaron el rostro de Europa. El rapto de Europa, de la libertad. La Europa totalitaria, fanática y destructiva para el propio ser humano. El muro cayó como un vendaval huracanado por el ansia de libertad, por la dignidad de millones de seres humanos sojuzgados bajo la bota soviética y comunista. Nadie lo esperaba. Nadie sabía lo que iba suceder. Ab sofort, enseguida se abrieron las fronteras aquella noche otoñal de 1989 entre Postdamer Plazt y Unter den Lindem. Alegría, sorpresa, aires de libertad. Lo viejo se derrumbaba, la carcoma que aplastó antes Hungría y Checoslovaquia con el vómito de los tanques del miedo y la represión. Uno tras otro de los países del telón de acero y de la mentira recuperaron su libertad. De centro Europa al Báltico. De norte a sur. Europa despertó de una letargia vigilada y vigilante, y con ella arrastró a la historia el fracaso del comunismo, el epíteto final de los totalitarismo de una Europa enloquecida de entreguerras.
Veinticinco años para borrar las cicatrices mismas de la historia. La partición de Alemania y de Berlín y con ella de Europa misma. La de vencidos y vencedores, la del orgullo soviético y comunista. La que sumió en un frío glaciar de silencios y cadenas a millones de europeos. La Alemania reunificada. La Europa reencontrada así misma. Que halló de nuevo su dignidad. La Europa reconciliada definitivamente con la historia y con el presente. La Alemania ejemplar que aprendió de las viejas y aciagas lecciones. La Alemania que hizo la paz definitivamente con Francia y caminó por la senda de la reconciliación y el perdón. La Alemania que enterró viejos recelos y rencores, reticencias y temores. Emoción y lágrimas aquella noche de jueves, frío intenso, emoción contenida y a la vez desbordante alegría. Europa. Europa. Alemania en el corazón sublime de esa Europa atribulada. Este oeste. Berlín oeste y Berlín este. El castillo de naipes que se derrumba. El muro de cincuenta kilómetros y que separó y desgarró el alma alemana. Alambradas y bloques en la madrugada del 13 de agosto de 1961 ante miles de soldados rusos que helaron el corazón de Berlín y el del mundo. Veintiocho años sin sentido, de represión, de muerte, de profundo silencio y ceguera infligida.
Cuatrocientos alemanes murieron tratando de alcanzar la libertad. Vidas rotas, robadas. Impune y cruelmente. La caída del muro supuso el colapso del comunismo. El fin de una gran mentira donde el ser humano fue un mero títere. La descomposición del óxido y la herrumbre que el comunismo traía en sus entrañas. Pero aquella noche seguida de la resaca de una mañana de esperanza traía consigo la incertidumbre y la esperanza. Nada estaba escrito. Nadie sabía que sucedería a partir de ese momento, ni en Berlín, ni en Alemania, las dos Alemanias, ni en Europa. No todos querían una Alemania unificada. En apenas unos meses las primeras elecciones libres barrieron el viejo socialismo. Un año después Alemania volvía a ser una. Enterraba el pasado. La división y la fractura, la locura de los años del nazismo y la amnesia del socialismo.
La inteligencia de Kohl, la visión de Gorbachov, el Tratado cuatro más dos, la aceptación de Miterrand y la transigencia última de Thatcher, el reconocimiento de las fronteras con Polonia, el pacto de no situar tropas de la Otan más allá del Oder allanaron el camino.
Veinticinco años que cerraron definitivamente las viejas heridas, salvo una. Los Balcanes. Donde el virus del nacionalismo ahogo de nuevo el sentido, la razón y la cordura. Veinticinco años que supusieron definitivamente la libertad para la Europa más allá de aquel telón de acero e ignominia donde la historia se detuvo y quisieron detenerla. Donde los bloques se ignoraron en la indiferencia, la desconfianza y el silencio. En 1989 el fin de la historia solo lo fue para el comunismo soviético. El comunismo fracasó y la democracia triunfó. Aunque ésta viva sus momentos más agridulces al igual que el capitalismo que colapsó en 2008 en medio de una crisis como no se conocía para muchos, sobre todo los que no vivieron ni padecieron las guerras y las postguerras.