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Tribuna
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Sobre el tratado entre EE UU y la Unión Europea

¿Por qué debemos oponernos al Tratado de Libre Comercio e Inversiones entre Estados Unidos y la Unión Europea? Primero, por las formas. No es de recibo en sociedades democráticas que un asunto de este calibre, que abarcará rebajas aduaneras y sobre todo unos cambios en las normas regulatorias que influirán decisivamente en el ámbito de la producción y prestación de bienes y servicios –afectando a sus calidades, reglas de emisión de contaminación, a las inversiones, derechos de propiedad, y otros muchos etcéteras–, no tengan un escrutinio y participación pública lo más extensa posible. Este tratado provocará, sin ninguna duda, alineamientos de normas productivas e inversiones a escala mundial. Los negociadores, no puramente tecnócratas, están rodeados de los lobbies de las diferentes corporaciones multinacionales y patronales. Los documentos y negociaciones son opacos y secretos para el común. No se ha dejado participar a los sindicatos y a otros grupos de la sociedad civil.

Segundo, por razones de estricta libertad laboral y para evitar la degradación de las normas laborales y sociales, evitando el dumping social y por apoyo al trabajo digno. Efectivamente, cuando los sindicatos, en las reuniones de la OMC, mostrábamos nuestras reticencias a que fuera solo el precio de las mercancías el único patrón de medida de las mismas, ya señalábamos los peligros de incentivar un comercio basado en las desiguales condiciones de trabajo y las normas sociales. Pues bien, Estados Unidos es un campeón de los incumplimientos de las normas laborales. No ha ratificado seis de las ocho principales convenciones de la OIT, entre ellas las que conciernen a la libertad sindical y a la negociación colectiva. Por el contrario, todos los países de la Unión Europea han ratificado los ocho convenios fundamentales. Si estamos en tiempos de crisis y golpes a los trabajadores europeos, los trabajadores estadounidenses tienen un brazo atado a la espalda, todo en beneficio de las empresas.

Tercero. Europa se ha dotado de unos compromisos relevantes de reducción de emisiones de CO2 y otros contaminantes. Esto significa una adaptación industrial y normas de producción y calidades de los productos con los costes iniciales que eso supone. Pero tomar medidas contra el cambio climático es una cosa de todos. Si ArcelorMittal, General Motors u otro industrial deslocalizan la producción europea, para realizarla en otro país con normas ambientales laxas, no se conseguirá que se luche contra el cambio climático eficazmente y se producirá un perjuicio para la economía europea.

Cuarto. Esa erosión calculada de las normas más rigurosas, sean europeas –las más– o estadounidenses –las menos–, en lo que respecta al medio ambiente, por lo que se está filtrando informativamente, se repite en asuntos fitosanitarios, alimentación, comercio de servicios públicos, etc.

Quinto. La competencia vía precios de las mercancías y la búsqueda incesante de localización productiva e inversiones trae, si no hay más criterios, una competencia fiscal a la baja. Se podría producir una continua disminución de los ingresos fiscales, sobre todo de los impuestos sobre el capital. Más cuando sigue sin establecerse un impuesto sobre las transacciones financieras y cuando la elusión fiscal vigente propicia el olvido, en la agenda negociadora, de los paraísos fiscales. Estados Unidos, donde sus corporaciones como Amazon, Google… eluden los impuestos con el beneplácito de su Gobierno, tiene una presión fiscal del 24%, significativamente menor que la de los países de la Unión Europea, incluyendo a Irlanda, Holanda, Luxemburgo, Austria o España, donde también se hacen pinitos para que sus grandes empresas y personas multimillonarias dejen de pagar impuestos.

Sexto. El capítulo dedicado a la protección de las inversiones (o corporaciones), sus normas de arbitraje, por lo que sabemos, deja en preeminencia a estas sobre la capacidad legislativa.

En resumen de por qué no a ese tratado: porque favorece una globalización de menos derechos laborales y sociales; favorece a las grandes corporaciones y personas propietarias; no busca una armonización al alza de derechos y regulaciones ambientales. ¿Se imaginan un tratado de discusión pública al servicio de la ciudadanía y cuya prioridad fuera la protección social por encima de los intereses económicos? Quizá lo único coherente es la opacidad de los negociadores y los Gobiernos que no quieren desvelar a quién sirven.

Santiago González  Vallejo es economista. Unión Sindical Obrera.

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