España tiene leyes fiscales, pero carece de un modelo tributario
El marco fiscal se ha construido a golpe de cálculos electorales, corazonadas y urgencias financieras La política tributaria de izquierdas y derechas resulta confusa cuando llegan al poder
España tiene leyes tributarias, muchas, pero carece de un modelo tributario. El aparataje fiscal se ha construido en los últimos años a golpe de corazonadas, cálculos electorales, reales decretos y urgencias financieras. La histórica deducción por vivienda se eliminó parcialmente en 2011, se recuperó en 2012 y se suprimió definitivamente a partir de 2013. Algo parecido sucedió con el impuesto sobre el patrimonio, que moría un día para resucitar el siguiente. El impuesto de sociedades ha sufrido más de 20 cambios legislativos en menos de dos años que han desconcertado a los empresarios, que han visto como las reglas cambiaban a mitad del partido. Un manual tributario de 2013 resulta inservible hoy. Uno de 2008 es una reliquia.
Lo que un día es bueno –establecer un tipo único para todas las fuentes de ahorro con independencia del período de generación de plusvalías– al día siguiente se cataloga como herramienta fiscal al servicio de malvados especuladores. El rol de izquierdas y derechas resulta confuso cuando acceden al poder. Fue un gobierno socialista quien suprimió el impuesto de patrimonio o rebajó el tipo del impuesto sobre sociedades. Y ha sido uno conservador el que ha aprobado la mayor reducción de deducciones para empresas y ha elevado hasta el 52% el tipo marginal máximo en el IRPF, la mayor subida de la democracia.
El problema de fondo es que la estructura impositiva en España resulta hoy insuficiente para mantener un Estado de bienestar ya de por sí exiguo en comparación con la mayoría de Estados de la Vieja Europa. La crisis económica ha dejado al descubierto un modelo demasiado ligado al sector inmobiliario y ha obligado a los gobiernos de turno a improvisar.
La reforma tributaria que aprobará el Gobierno supone una oportunidad para apostar por un modelo claro y permanente que ofrezca suficiencia financiera a la Administración y certeza a asalariados, empresas o inversores. Acompañar la reforma fiscal con un cambio en la financiación autonómica puede ayudar a establecer un modelo más coherente.
El impuesto sobre sociedades ha sufrido más de una veintena de cambios en dos años
Hoy, recopilar toda la normativa que escupe el BOE de la Administración central, las comunidades y los ayuntamientos en materia tributaria resulta una tarea penosa para los despachos fiscales, no digamos para un mero contribuyente inquieto. La fiscalidad es un área compleja, pero el legislador parece disfrutar con el hermetismo. Como señala el Registro de Economistas Asesores Fiscales (REAF) existen deducciones autonómicas que nadie aplica porque nadie entiende. Un ejemplo de mala praxis legislativa: “A los efectos de lo dispuesto en el párrafo primero de la letra a), en el párrafo primero de la letra b), en el párrafo primero de la letra c), en el párrafo primero de la letra d), en el punto 2 del párrafo segundo de la letra e), en el punto 3 del párrafo segundo de la letra f), en el párrafo primero de la letra g), en el párrafo primero de la letra h), en el punto 5 del párrafo segundo de la letra n), y en el punto 4 del párrafo segundo de la letra ñ) del apartado Uno del artículo Cuarto (...)”. Y el texto, que corresponde a una ley de la Comunidad Valenciana, continúa.
¿Un ejemplo extremo? De acuerdo, pero es real e ilustra los problemas de un modelo inoperante, complejo, casi ininteligible, contradictorio y desfasado. La reforma fiscal del Gobierno, más allá de las medidas concretas que adopte, debe servir para fijar un marco tributario estable, que evite las sorpresas y capaz de amoldarse a etapas de bonanza y de recesión. El reto no es fácil. Nunca lo fue.