Escuchar en público
Escuchar bien permite hablar mejor. Esta es la idea de las siguientes líneas, inspiradas en un libro de pensamiento para la acción. Aunque escrito en el siglo XVIII, El arte de callar sigue vigente. Su autor, el abate Dinouart, propone tres grados de sabiduría muy pertinentes hoy: saber callar; saber hablar poco y moderarse en el discurso, y saber hablar mucho, sin hablar mal ni demasiado.
Salta a la vista y al oído la multiplicación de mensajes y el aumento del volumen de los mensajeros. Es más, la inercia imperante parece conducirnos a hablar sin parar, una especie de never ending talking que llega a penalizar la pausa y, por supuesto, el silencio. También hay algo perverso en el extremo opuesto, con dirigentes patológicamente adictos a callar cuando lo prudente es intervenir. Un experto decía hace meses que dejar de tuitear –una forma de hablar– en vacaciones podía acarrear perder un porcentaje significativo de seguidores. Me hizo pensar y actuar: desde entonces tuiteo menos y vivo mejor. Las redes sociales son fecundas en la medida en que las raíces personales son profundas, de igual modo que saber idiomas merece la alegría (no la pena) cuando tengo algo que aprender o aportar.
Soy consciente de remar a contracorriente, pero quizá que en la dirección correcta. Entre los efectos saludables de esta moderación verbal se encuentra la humildad: qué útil reconocer, por una parte, que no es posible que yo tenga tantas ideas tan buenas, y por otra, que al callarme de vez en cuando ayudo a reducir la contaminación acústica por saturación. Repetir de manera insistente buenos mensajes desactiva su bondad, hasta el punto de suscitar rechazo al mensaje y al mensajero. Estas consideraciones adquieren mayor relevancia cuando la vida ofrece a uno la posibilidad de hablar en público. No quisiera acostumbrarme a la responsabilidad que en ocasiones tengo de dirigirme a cientos de personas, y aunque solo fuera una, que te brindan su escucha y merecen un respeto lindante con lo sagrado.
Un síntoma clave de saber escuchar es no interrumpir. Hacerlo verbalmente va precedido de algo más profundo, la interrupción mental. Escuchar antes de hablar en público constituye una vivencia a prueba de humildes. Aunque procuro mejorar, percibo la tendencia a interrumpir mentalmente a quienes me preceden en la tribuna. ¿Por qué? Al menos, por dos motivos: primero, porque me preocupa quedar bien y ejecutar lo mejor posible la improvisación que llevo preparada; y segundo, porque, en el fondo, pienso que lo que yo quiero decir es más interesante que lo que otros quieren contar. Tan cierto es que solo aprendemos cuando escuchamos –no cuando hablamos– que esa acción está más presente en nuestra vida cuando nacemos y cuando morimos. Sin embargo, atrofiamos la habilidad de escuchar en nuestra presunta madurez. Escuchar y gritar se activan de forma inversamente proporcional. Como proyectamos lo que engendramos, escucho a otros si, primero, soy capaz de generar el silencio interior que me permita escucharme a mí mismo. Incapaz de escucharme en silencio, no me quedará más remedio que gritarme. De alguna manera, es un tipo de autoagresión y esta patología se manifiesta en gritar a los demás. Este análisis encierra mayor enjundia de la aparente y explica que se grite más en la calle, quizá porque se escucha menos en los despachos. No cabe fidelizar a los extraños (clientes) cuando no fidelizamos a los propios.
Premisa de calado, la autenticidad. Si en El principito se lee que las cosas importantes solo se ven con los ojos del corazón, parece congruente concluir que para la escucha genuinamente humana también se requiere el corazón. Dicho en cotidiano: escuchamos de verdad solo a quien apreciamos o queremos. Y se nota.
Uno de los atractivos que no siempre se traslucen al escuchar a un orador es su grado de coherencia entre lo que expresa con elocuencia y lo que vive personalmente, sobre todo si el tema es de aplicación directa. Paradigmático el caso de aquel que, tras su conferencia sobre ética empresarial, solicitó a los organizadores del evento cobrar en B. Paradojas del ser humano.
Como contrapunto, hay ejemplos de oradores que, cuando uno tiene la fortuna de conocerlos a medio metro, comprueba que se trata de la misma persona que escuchó en un auditorio para multitudes. Así lo he experimentado con conferenciantes como Javier Fernández Aguado, Marcos Urarte o José Aguilar. Alegra comprobar que hablar en público con brillantez es compatible con conversar en privado con humanidad. Además, tal armonía de amable coherencia fomenta dos habilidades con frecuencia oxidadas: contextualizar lo que escuchamos y sintetizar lo que decimos.
William Safire brinda sabiduría práctica en su obra Lend Me Your Ears. Su larga trayectoria como escritor de discursos en la Casa Blanca supone una buena guía para oradores que se inician y, por tanto, pretenden que alguien les dedique su tiempo y su atención. Escuchar bien permite hablar mejor, entre otras razones, porque facilita al orador conocer sus errores y gestionar las percepciones de su audiencia. Se trata de recorrer cuatro pasos y por este orden: ser buena persona, escuchar, hablar bien y que le perciban así. En síntesis, primar la realidad ante la retórica y procurar conciliarlas, ya que ser ejemplar impacta más que poner ejemplos.
Enrique Sueiro es doctor en Comunicación, consultor y premio Speaker 2013 de Manager Fórum.