El fin de la actual Agencia Tributaria
Hasta ahora, la Agencia Tributaria era una de las instituciones mejor valoradas de nuestro país, si bien uno de sus puntos débiles haya sido su poca eficacia en la lucha contra el fraude fiscal, aunque las estadísticas que cada año presentan las autoridades tributarias siempre son mayores que el año anterior, basadas en meros datos numéricos.
Para cambiar la situación se necesitan más medios materiales y humanos, pero también cambios en la forma de actuar. Ahora, por ejemplo, hay instrucciones de cerrar las inspecciones en cuanto se descubra algo que se pueda cobrar. De esta forma es evidente que no se puede luchar eficazmente contra el fraude. La sensación que percibe el ciudadano es que hay dos varas de medir: una implacable para las rentas controladas y las pequeñas empresas, y otra más laxa para las grandes empresas y grandes patrimonios.
En los últimos meses se han producido una serie de acontecimientos que están deteriorando de forma grave la imagen de la Agencia Tributaria.
El primero de ellos se refiere a determinadas actuaciones que han sido duramente criticadas en todos los medios de comunicación y que han socavado la imagen de profesionalidad e independencia que se había ganado con su quehacer diario en los últimos años. Alguna de dichas actuaciones, como el caso de la imputación errónea de inmuebles a la Infanta, ha quedado en la mente de los ciudadanos como graves errores de la Agencia, cuando en realidad no es así y ello se ha debido a una nefasta política de comunicación.
Las palabras del ministro nos trasladan a una administración propia del siglo XIX
Otro de los factores que ha contribuido a este grave deterioro de su imagen ha sido las continuas referencias del actual Ministro de Hacienda a la Agencia en algunos temas. Así, cabe citar a la amnistía fiscal y su relación con algunos casos de corrupción, o las insinuaciones en el Parlamento de que algunos colectivos o sectores no pagaban sus impuestos, utilizando así una información de la que legalmente no podría disponer y dando la sensación de que es el propio ministro quién dirige el quehacer diario de la Agencia, ahondando así en la percepción de su politización.
Pero la gota que ha colmado el vaso ha sido las recientes palabras del ministro, justificando que algunos ceses en la Agencia Tributaria se han producido porque todavía quedaban socialistas en sus puestos directivos. Esas manifestaciones, además de causar estupor y honda preocupación en los trabajadores de dicho organismo, a mi juicio, suponen el certificado de defunción de una Administración tributaria profesional e independiente, para pasar a servir a los intereses del partido que gobierne en cada momento.
Las palabras del ministro nos trasladan a una administración propia del siglo XIX cuando, al producirse un cambio de gobierno, se echaba a todos los funcionarios a la calle, los llamados “cesantes”, y el nuevo gobierno contrataba a otros afines. Dicho sistema, que se eliminó en el año 1918, no sería posible hoy debido a que la Constitución garantiza el acceso a la función pública en base a los principios de mérito y capacidad, como garantía de una administración eficiente y profesional, ajena a los vaivenes políticos.
Los inspectores que ocupan actualmente puestos de libre designación se preguntan si también ellos serán cesados, sobre todo si ya ocupaban esos puestos con el gobierno anterior. A su vez, los ciudadanos pensarán que los inspectores que ocupan dichos puestos son afines al partido que gobierna en cada momento, cuando la realidad es que la gran mayoría son simplemente profesionales que han accedido a esos puestos por sus méritos, y no por tener una determinada ideología.
Dicho pacto nacional debería reflejarse en la aprobación del Estatuto de la AEAT, pendiente desde su creación
En resumen, podemos decir, sin lugar a equivocación, que la imagen de la Agencia Tributaria está seriamente dañada, y que las recientes manifestaciones del ministro la han empeorado aún más. Hay que recordar que la Agencia Tributaria es el órgano encargado de aplicar el sistema tributario, siendo éste uno de los pilares del Estado, y cualquier duda que menoscabe la confianza de los ciudadanos respecto de sus actuaciones tiene especial transcendencia.
La situación actual supone el principio del final de una Agencia Tributaria profesional e independiente, como la hemos conocido hasta ahora. Desde mi punto de vista, solamente podrá salvarla del precipicio al que va encaminada un pacto nacional entre los partidos políticos para aislarla de las pugnas políticas. Dicho pacto debería reflejarse en la aprobación de su Estatuto, pendiente desde su creación en el año 1992, en el que figurara el nombramiento del Director de la Agencia por mayoría cualificada en el Parlamento, y por un período de cinco años, dejando al Presidente, que es un puesto político, solamente funciones de representación. Un dato a tener en cuenta es que en el plazo de cuatro años la Agencia ha tenido cinco Directores Generales diferentes, y en épocas anteriores han sido sonadas las discrepancias entre el presidente y el director de la AEAT, ya que a cada uno de ellos “lo patrocinaba” miembros diferentes del mismo Gobierno.
Una Agencia Tributaria con esas características podría servir también de base para mejorar la gestión de nuestro destrozado sistema fiscal, avanzando en la integración o mayor coordinación con las Administraciones Tributarias de las Comunidades Autónomas, y configurando una Administración de todos y para todos, independiente y profesional. Los Inspectores llevamos clamando por esta norma desde hace años, pero, lamentablemente, los partidos políticos nos dan la razón cuando están en la oposición, y, sin embargo, no la aprueban cuando ocupan el gobierno. Claramente, ningún partido quiere renunciar a esa parcela de poder.
José María Peláez Martos es inspector de Hacienda del Estado