Alocución sobre la seguridad de la nación
Barack Obama, 23 de mayo de 2013
Los estadounidenses somos muy ambivalentes en lo que respecta a la guerra, pero habiendo tenido que luchar por nuestra independencia, sabemos que hay que pagar un precio por la libertad. Desde la guerra civil hasta nuestro combate al fascismo, durante la larga y crepuscular lucha de la Guerra Fría, los campos de batalla han cambiado y la tecnología ha evolucionado, pero nuestro compromiso con los principios constitucionales ha socavado cada guerra, y cada guerra ha llegado a su fin.
Con la caída del Muro de Berlín, un nuevo amanecer de la democracia se estableció más allá de nuestras fronteras y una década de paz y prosperidad se instauró en nuestro territorio.
Por un momento, parecía que el siglo XXI sería de calma y tranquilidad. Pero el 11 de septiembre de 2001 nos sacudió toda complacencia. Miles de personas nos fueron arrebatadas mientras nubes de fuego, metal y ceniza descendían sobre una mañana soleada. Se trataba de otro tipo de guerra. Ningún Ejército desembarcó en nuestras orillas, y el objetivo del ataque no eran nuestras fuerzas armadas. En su lugar, un grupo de terroristas vino a matar al máximo número posible de civiles.
Y nuestra nación fue a la guerra. No habíamos estado en guerra en más de una década. No haré un repaso a toda la historia, lo que está claro es que expulsamos rápidamente a Al-Qaeda de Afganistán, pero redirigimos nuestro punto de mira y una nueva guerra comenzó en Irak. Ello acarreó consecuencias significativas para nuestra lucha contra Al-Qaeda, nuestra imagen frente al mundo y, aún hoy, para nuestros intereses en una región de vital importancia.
Cerca de 7.000 estadounidenses han hecho el sacrificio definitivo. Muchos más son los que han dejado una parte de ellos mismos en el campo de batalla, o los que han vuelto a casa acompañados por las sombras del combate. Desde el uso de drones hasta la detención de sospechosos de terrorismo, las decisiones que estamos tomando definen qué tipo de nación y de mundo queremos dejar a nuestros hijos.
Así, América se encuentra en una encrucijada. Debemos definir la naturaleza y alcance de esta lucha o, por el contrario, esta nos definirá a nosotros. Tenemos que tener presente la advertencia de James Madison: no hay país que pueda asegurar su libertad en una situación de guerra continua. Ni yo ni ningún presidente puede prometer la victoria absoluta sobre el terror. Nunca eliminaremos el mal que reside en el corazón de algunos seres humanos ni extirparemos cada peligro que se presente para nuestra sociedad. Pero lo que sí podemos hacer, lo que debemos hacer, es desmantelar las redes que supongan un daño directo y hacer menos probable que nuevos grupos se afiancen, siempre manteniendo las libertades y los ideales que defendemos. Para definir esa estrategia, debemos tomar decisiones que se basen no en el miedo, sino en la sabiduría que tanto cuesta alcanzar.
Toda acción militar americana en territorio ajeno tiene el riesgo de crearnos más enemigos y tiene un impacto en la opinión pública extranjera. Además, nuestras leyes constriñen el poder del presidente, incluso en tiempos de guerra, y yo he hecho el juramento de defender la Constitución de los Estados Unidos. La precisión misma de los ataques de drones, y la necesidad de discreción que suele envolver a estar acciones, puede acabar por escudar a nuestro gobierno del escrutinio público que se esperaría de un despliegue de tropas. También puede llevar a un presidente y a su equipo a entender los ataques de los drones como una cura absoluta para terrorismo.
Por ello, he insistido en una estricta vigilancia de toda acción letal. Tras tomar mi cargo, mi Administración comenzó a informar de todos los ataques fuera de Irak y Afganistán a los comités del Congreso correspondientes. Dejadme que lo repita: no solo el Congreso autorizó el uso de la fuerza, sino que es informado en todo ataque llevado a cabo por Estados Unidos, todos y cada uno de los ataques".
Traducción: Lucía Cores
EL DISCURSO DE LOS LÍDERES. Sección elaborada por profesores de Esade que analiza algunos de los principales discursos de los cien últimos años bajo la óptica de las lecciones que pueden extraerse para el management.
El acierto de elegir las palabras
Uno de los puntos fuertes de Barack Obama es su capacidad de pronunciar grandes discursos, que hagan mirar al futuro con esperanza. Esta capacidad de inspirar a través de palabras escogidas para cada ocasión ha sido una competencia adquirida por el presidente durante su vida política, porque nadie le recuerda como un buen orador en su época de estudiante o de trabajador social. Su aprendizaje no ha podido darle mejores resultados, porque gracias a la combinación de buena oratoria y astucia electoral ha ganado dos veces los comicios presidenciales.
Sin embargo, el pasado mayo, en el que puede ser su discurso principal durante el segundo mandato, ha quedado por debajo de las expectativas despertadas. Se trataba de una conferencia meditada, en la que el presidente quería definir una nueva doctrina de seguridad para los tiempos que corren. Eligió un buen marco, la Universidad Nacional de Defensa, por donde han pasado los líderes militares de EE UU y de muchos de sus aliados. En tono serio, definió los retos de la única superpotencia, que sufre una cierta fatiga en su proyección global. EE UU, una vez terminados los conflictos de Afganistán e Irak, se replantea cómo desempeñar su papel hegemónico para los años próximos. Como buen académico, Obama planteó con rigor los problemas, pero no ofreció soluciones precisas ni resolvió los dilemas entre libertad y seguridad o gasto en defensa y prioridades domésticas. Esta perplejidad de fondo queda ahora patente en la intervención anunciada en Siria.
Obama comenzó sus esperadas palabras reconociendo que no se puede aspirar a una “era de tranquilidad” en el mundo post-11 S. Pero con firmeza rechazó la noción patrocinada por Bush hijo de una guerra global contra el terrorismo, que ha dañado las libertades y la estabilidad mundial. Reconoció la legitimidad de la guerra de Afganistán, para luchar contra Al-Qaeda, y volvió a condenar el conflicto de Irak, que ha complicado el reparto de fuerzas en la región. Ambas guerras han costado 7.000 vidas de norteamericanos y han requerido un esfuerzo presupuestario millonario.
Dibujó un futuro en el que EE UU seguirá haciendo esfuerzos concretos y en alianza con otros países para combatir el terrorismo islamista en cualquier parte del mundo, pero sin vulnerar los derechos fundamentales a través de detenciones ilegales o de torturas. Cuando pronunció este discurso no se conocían las filtraciones de Edward Snowden sobre el espionaje masivo de EE UU a través de internet y otros medios, así que el presidente no tuvo que justificar la evidente falta de proporcionalidad de estos métodos (posteriormente, tampoco lo ha hecho).
En el discurso responsabilizó al Congreso de no haber cerrado Guantánamo, al haber boicoteado su plan de trasladar los detenidos a otros lugares. Abordó el peliagudo asunto de la utilización de aviones no tripulados para eliminar enemigos, unas 3.000 operaciones en los últimos años, y anunció reglas más claras de supervisión de estas armas letales, que nunca serían utilizadas en territorio estadounidense.
Obama describió unos EE UU dispuestos a seguir aportando más que ningún otro país a la seguridad global, pero con menos gasto en defensa, con iniciativas mejor concebidas y en diálogo constante con otros actores. No citó a la OTAN ni a la Unión Europea –tampoco a China, el elefante en la habitación–. La impresión final que produjo fue la de un realista, cercano a las tesis en seguridad de Bush padre y convencido en su etapa de madurez política de que las elecciones se ganan en verso pero luego se gobierna en prosa.