Cuando fuimos los mejores
Solo ha pasado un lustro desde que José Luis Rodríguez Zapatero defendía que bajar impuestos era de izquierdas. En esos tiempos, el hoy ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, instruía a los periodistas en los pasillos del Congreso acerca del milagro de la curva de Laffer. Más o menos viene a decir que es posible incrementar los ingresos recortando los tributos. Y vive Dios que antes de la crisis eso era verdad. La burbuja inmobiliaria era El Dorado. Ser político era fácil y, con independencia de la gestión económica, el dinero entraba, abundante, obediente y manso, en las arcas públicas. Las comunidades competían en bajar impuestos y los ayuntamientos no sabían qué hacer con tanta liquidez procedente de la venta de solares y de los múltiples tributos locales ligados al ladrillo (IBI, ICIO o el impuesto de plusvalías). Fue entonces cuando en algunos municipios se hicieron polideportivos con piscinas en las que cabía todo el pueblo.
Mientras aquí se discutía si España era más rica que Italia y Zapatero auguraba que superaríamos en PIB per cápita a ¡Francia!, los alemanes, con una economía que crecía a ritmos cercanos al 4%, subieron en 2007 tres puntos el IVA, del 16% al 19%. España mantenía uno de los gravámenes más bajos de la UE, pero a nadie se le ocurría proponer elevar el tipo del 16%. Ni falta que hacía. La recaudación por IVA alcanzó en 2007 los 55.851 millones, una cifra nunca vista. A nadie inquietó que casi el 30% del gasto privado sujeto a IVA procediera de la compra de viviendas. Todo el sistema tributario español era un anuncio de neón que invitaba a endeudarse hasta las cejas. Alquilar era absurdo cuando la compra de vivienda, cuyo precio se decía que nunca caía, permitía desgravar hasta 1.350 euros al año en el IRPF. Desde Hacienda también se incentivaba a las empresas a apalancarse al permitir la deducción sin ningún límite de los gastos financieros en el impuesto sobre sociedades.
Subir el IVA, suprimir la deducción por vivienda o limitar la posibilidad de desgravar los gastos financieros de las empresas son medidas que se adoptan ahora ante una urgencia nacional. Llegan tarde. Antes, cuando fuimos los mejores, nadie cayó en la cuenta de que la fiscalidad indirecta era demasiado baja para sostener el Estado del bienestar. O que era absurdo incentivar fiscalmente el endeudamiento de empresas ya sobreapalancadas y subvencionar con dinero público la compra de vivienda en mitad de una burbuja. Tomar tales decisiones hubiera tenido un coste en forma de votos. Es verdad que hablar a toro pasado resulta muy fácil, pero la responsabilidad de un gobernante pasa por mirar más allá de las siguientes elecciones.
Suprimir la deducción por vivienda para los nuevos compradores cuando no hay compradores tiene una escasa repercusión. Tampoco ahora es necesario poner coto al endeudamiento de las empresas cuando el grifo del crédito está cerrado y el máximo objetivo de la mayoría de sociedades se limita a sobrevivir. Y subir el IVA en mitad de una profunda recesión y de una crisis de consumo no parece la decisión más adecuada para reactivar la economía. El incremento de tres puntos en el tipo general y de dos en el reducido es probable que condene a España a sufrir la recesión más larga de su historia reciente.
"No hay otra alternativa", dice el Gobierno actual. Y puede que ello sea cierto después de que Bruselas haya salido al rescate del sistema bancario español. Sin embargo, es inevitable -aunque inútil- pensar que si en su momento se hubieran tomado las decisiones correctas, hoy no sería necesario exigir un sacrifico de una magnitud inédita a los ciudadanos. España tuvo la oportunidad de reformar paulatinamente y sin dramatismo el sistema tributario y orientar la economía hacia un nuevo modelo productivo. No se hizo. El delirio inmobiliario venció a Gobiernos, empresas y contribuyentes. Hoy lo pagamos.