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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una arbitrariedad que exige una dura respuesta

Pese a que en las últimas horas todo parecía apuntar a que el Gobierno argentino había decidido reconsiderar o, al menos, frenar su agresiva ofensiva sobre YPF, Cristina Fernández de Kirchner dio ayer un golpe de mano inesperado al anunciar públicamente la expropiación del 51% de la filial argentina de Repsol, actualmente participada en un 57% por la petrolera española. El texto, que fue filtrado la semana pasada, pone en manos del Estado andino por razones de "utilidad pública" el paquete de control del capital expropiado (51%) y adjudica el 49% restante a las provincias productoras. Con el anuncio oficial del expolio de YPF, realizado ante las cámaras de televisión y en medio de un ambiente de exacerbado e inaceptable populismo, el Ejecutivo argentino emprende una huida hacia adelante en materia de política económica y relaciones internacionales tras desoír, una tras otra, las advertencias tanto del Gobierno español como de la propia Unión Europea y del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. El proyecto de ley anunciado por Kichner, que deberá ser tramitado por el Parlamento, consuma así el largo rosario de amenazas esgrimido por la presidenta sobre la filial por la que Repsol pagó en 1999 más de 13.000 millones de dólares y en la que ha invertido otros 20.000 a lo largo de más de una década. Supone también la apertura de un conflicto abierto con múltiples frentes y en el que no solo Repsol y los intereses españoles en el país, ni siquiera únicamente el conjunto de la inversión extranjera en el territorio andino, sino la propia Argentina tienen mucho que perder. No en vano, Cristina Kirchner ha destapado una caja de truenos propia de un país sin la más mínima seguridad jurídica y fiabilidad política que va a ser muy complicado volver a cerrar.

Todo apunta a que la nacionalización anunciada ayer -que Repsol ya ha calificado de "ilícita"- supone una decisión absolutamente arbitraria, discriminatoria y con visos de una más que posible ilegalidad en sus términos de aplicación. Pese al derrumbamiento en Bolsa de YPF, fruto no solo de la decisión oficial, sino también de las sucesivas amenazas que han llevado a esta, el criterio de valoración de las acciones de la filial de Repsol está tasado estatutariamente y supone, a día de hoy, alrededor de 18.000 millones de dólares. La cifra constituye ya no un caramelo envenenado, sino una verdadera soga para un país lastrado por el endeudamiento y hace prever el estallido de una dura batalla jurídica -además de política y diplomática- que se sumará al largo historial de demandas que han convertido a Argentina en el país del mundo con mayor número de conflictos de este tipo. A nadie se le escapa, salvo quizá e inexplicablemente a la propia presidenta argentina, que la que se convertirá en la mayor expropiación de la historia supone la certificación definitiva de que, a día de hoy, Argentina no cuenta con las garantías mínimas necesarias para atraer la inversión extranjera, además de dibujar una imagen internacional del país más propia del tópico de la república bananera que de un Estado de Derecho.

El anuncio de Cristina Fernández de Kirchner hace absolutamente imprescindible la adopción de una respuesta firme por parte del Gobierno español. Más allá de la estrategia que decida adoptar Repsol para defender sus intereses estratégicos, el anuncio del Ejecutivo argentino supone una agresión comercial y económica en toda regla a España, además de un grave desafío diplomático. Mariano Rajoy hacía suyas ayer las palabras pronunciadas la semana pasada por el ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, José Manuel García-Margallo, quien identificó el ataque a Repsol como una agresión a los intereses españoles y al propio Gobierno, y dejaba claro que hará lo que sea necesario para responder a esta. Sea cual sea la fórmula adoptada por el Ejecutivo popular, que ayer anunció que adoptará medidas "contundentes", esta no puede dejar lugar a dudas sobre la férrea voluntad de España de defender a sus empresas en el exterior. Un reto que el Gobierno debe afrontar sin complejos y en el que ha de buscar -tal y como ya ha manifestado- el respaldo pleno de la Unión Europea. De la contundencia y la solidez de esa respuesta común dependerá que lo ocurrido ayer con Repsol no se convierta en un peligroso precedente.

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