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Tribuna
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Cuentas de pena

El ministro Montoro anunció el pasado miércoles que pensaba exigir responsabilidades penales a los políticos y gestores que se endeudaran más allá de los presupuestos. Ha de señalarse, en primer lugar, que, como las leyes penales no pueden tener efectos retroactivos, contra lo que el presidente de Extremadura parecía clamar después de conocer estos propósitos ministeriales, la mayor parte de los políticos y gestores públicos que nos han conducido, como el capitán Francesco Schettino del Costa Concordia, al hundimiento del que gozamos nada tienen que temer criminalmente hablando.

Dicho esto, algunas cuestiones, no todas ellas menores, salen a la luz al saber de los propósitos ministeriales. Por ejemplo, conviene saber si la normativa actual preconiza impunidad de los manirrotos o si la estulticia merece la cárcel o, lo que sería aún más llamativo, si ninguna consecuencia tiene en la actualidad un comportamiento presupuestariamente, digamos, poco escrupuloso. Dejando de lado soterramientos faraónicos, AVE a ninguna parte o estatuas glorificadoras, lo cierto es que nuestro sistema jurídico sí prevé responsabilidades para nuestros administradores. No en vano, las cuentas del Gran Capitán forman parte del acervo patrio.

Ante las previsiones enunciadas, vale la pena efectuar algunas proyecciones, por aquello del ahorro: lo que ya está previsto no es necesario volverlo a prever. Si lo que se quiere penalizar es el gasto excesivo a favor propio o de amigos, conocidos o saludados, eso ya está previsto en el Código Penal: prevaricación, malversación, sobornos varios. Si lo que se quiere sancionar, penalmente o no, es la irresponsabilidad en el gasto, para eso ya está el Tribunal de Cuentas; otra cosa es que el Tribunal de Cuentas actué casi al tiempo del juicio final. Si lo hace tarde, es cuestión de los medios puestos a su disposición. Medios que no deberían ser pocos, pues es, constitucionalmente, el comisionado de las Cortes Generales para esta función; igualmente, sus homólogos autonómicos. En esta época de austeridad, el ascetismo, también legal, debería ser norma: si algo ya está previsto, lo que habrá que hacer no es duplicar -o séase, derrochar- sanciones, sino empeñarse en su implementación real y efectiva.

Si de lo que se trata es de sancionar, de verdad y por lo criminal, a sujetos individuales, veamos qué posibilidades tenemos. Si se trata, como ha señalado el ministro, de políticos y gestores, la Ley General Presupuestaria, como norma básica en este negociado, nos da la pauta. Los gestores, léase funcionarios de carrera o de empleo, para gastar más de lo que deben, han de saltarse las normas; contra ello, hoy, y desde hace siglos, tenemos la prevaricación. Dudo que un gestor se embarque en esta aventura solo y sin salvavidas; otra cosa es que sea librado a su suerte; ahí, cada uno sabrá con quien se embarca.

Si se trata de políticos, la cosa es algo diversa. Los políticos, para endeudarse más de los previsto, han de modificar el presupuesto, ampliando créditos. En esencia, hay dos formas de hacerlo; por un lado, un Gobierno, central, autonómico o local, en pleno, lo acuerde o, por otro, que un Parlamento lo autorice. Exigir responsabilidades criminales a tales gremios no lo veo factible en la práctica. De otro lado, si un Parlamento autoriza a un Gobierno a endeudarse más allá de lo previsto presupuestariamente, en ninguna responsabilidad cae: los parlamentarios son impunes en el ejercicio de su función. Es lo que dice la Constitución. Modifiquemos la Constitución, pensarán los más finos contables; modifiquémosla, si apetece, pero no será como en las últimas calendas de agosto. Estaríamos ante una modificación rígida: aprobación por dos tercios de las Cortes, disolución de las Cámaras, nueva toma en consideración por dos tercios de las nuevas Cámaras y referéndum. El parto de los montes financiero: diputados susceptibles de ser condenados por su función haría añicos la democracia. Algo parecido sucedería a nivel autonómico. Cierto es que a nivel local no haría falta modificación constitucional alguna, pero parecería algo injusto que quienes sostienen el Estado ante los ciudadanos fueran los paganos del desbarajuste financiero estatal, europeo y mundial, público y privado, pero, claro está, no hablamos de justicia, sino de semántica y, así las cosas, cualquier trasero es bueno para recibir una coz. Medios para evitar el desmán contable haylos.

Una última reflexión. El Derecho penal legítimo no puede castigar comportamiento alguno más que si este comportamiento daña o pone en peligro de daño un bien jurídico; son ilegítimos objetos de protección los desiderata morales, éticos o de cualquier otra índole por bienintencionados que sean. Por ello, la estulticia, la hipocresía o la doblez, especies parásitas que asuelan nuestros agros, no pueden ser combatidas con el Derecho penal, sino con la responsabilidad política. En fin. No apliquemos el Derecho penal allá donde no puede ser aplicado. Si, imaginativamente, lo queremos aplicar, apliquemos las normas preexistentes a los agentes públicos y privados que con lucro propio y ajeno han vaciado las cajas que los ciudadanos hemos ido nutriendo ingenuamente. Eso sí sería una buena acción y sin cambiar una letra del código.

Joan J. Queralt. Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Barcelona

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