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Columna
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La evaporación de la omnipotencia

Durante el segundo mandato del presidente José Luis Rodríguez Zapatero el Partido Popular, que lideraba la oposición, y todo su acompañamiento mediático articularon un esquema argumental genuino que conviene analizar. Consistía en exaltar la supuesta omnipotencia del Gobierno, en encumbrar sus posibilidades, para hacerle, a continuación, responsable, sin excusa ni pretexto, de cuantos hechos y realidades suscitaran su disconformidad. En esta línea, nada sucedía por el curso natural de los acontecimientos o como derivada inevitable de las prescripciones legales. Todo era consecuencia de la voluntad perversa del Gobierno.

Desde esa óptica, las instituciones carecían de cualquier grado de autonomía. Así que ni las Cámaras legislativas, ni los tribunales, ni las agencias reguladoras, ni la prima de riesgo, ni la cotización del euro, ni las erupciones volcánicas de la isla de El Hierro recitaban otra partitura que la escrita bajo la disciplina inesquivable del Gobierno.

Esta obsesión por culpabilizar a quienes estaban en el ejercicio del poder venía en unas ocasiones precedida y en otras, se presentaba como la consecuencia de los intentos denodados del Gobierno para presentar sus decisiones libérrimas como producto destilado de las prescripciones legales a las que estaba sometido imperativamente, sin que le cupiera alternativa alguna.

De manera que, de una parte -la de la oposición del PP- quedaban suprimidos tanto los efectos del azar como los de la acción de las variables independientes. Solo emergía privilegiada la responsabilidad culpable del Gobierno. Mientras que, de la otra, la argumentación del poder ejecutivo, buscaba eludir al máximo el juego de las diversas opciones disponibles para acogerse a la inocencia que se obtiene instalándose en la corriente de las necesidades inexcusables. Volvíamos así al libro El azar y la necesidad, del premio nobel francés Jacques Monod, que tanto juego dio a finales de los años sesenta. Pero la oscilación en el ámbito de la política abarca un espectro mucho más amplio que el definido por esa estrecha horquilla ferruginosa.

Por fin se convocaron las elecciones generales y las urnas hablaron con claridad el domingo 20 de noviembre, ofreciendo un vuelco espectacular. Los electores habían comprado el género que vendían los populares en la campaña y mucho antes de la campaña. Con la simplificación propia de estas ocasiones, todos los problemas quedaron reducidos a uno: Zapatero.

En él residían todas nuestras desventajas. æpermil;l era la causa de la mayor de nuestras lacras: el paro. Su figura estaba inhabilitada para suscitar la recuperación del valor que nos permitiría volver a la senda del círculo virtuoso: la confianza. En cuanto fuéramos liberados de Zapatero nos reencontraríamos con nuestra grandeza y nuestra unidad, que íbamos camino de perder de manera definitiva, como ya nos advirtiera de modo preventivo don Marcelino Menéndez y Pelayo.

Arrumbado por el viento de la crisis a la playa de la insignificancia, se produjo el eclipse total de Zapatero y la amanecida de Mariano Rajoy, con su mayoría absoluta y su canesú de gran holgura parlamentaria. Pero ni siquiera así mejora la analítica del enfermo. Ni el déficit, ni la deuda, ni la inversión, ni el empleo, ni los demás índices han registrado variaciones relevantes. Nadie se ha precipitado a contratar más empleados, ni a cancelar la salida de fondos, ni a multiplicar sus inversiones.

En el Gobierno se habría sustituido la insolvencia por la credibilidad, pero no se oye nada. De momento, las magnitudes negativas siguen ennegreciéndose todavía más, empezando por el paro, que va a batir el récord anterior en cuanto se sumen las consecuencias de los recortes de la inversión y del empleo público. Los nuevos titulares del poder han declarado evaporada la omnipotencia y señalan que para reclamar nos dirijamos al maestro armero.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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