Europa, sin tiempo para otro fracaso
A la tercera, la vencida. Así debe ser. Tras los dos fiascos anteriores, los líderes de la zona euro tienen este viernes, 9 de diciembre, una nueva oportunidad -es probable que la última- para zanjar de una vez las dudas sobre la viabilidad de la moneda única. Lo intentaron sin éxito el pasado julio y fracasaron de nuevo en su última cumbre de octubre. Desde entonces, la situación se ha deteriorado a tal velocidad que la crisis de la deuda soberana se ha convertido por primera vez en una amenaza real para la supervivencia del proyecto de integración política y monetaria más ambicioso de la historia. "¿Qué quedará de Europa si desaparece el euro?", se preguntaba este jueves Nicolas Sarkozy en un discurso pretendidamente épico, pronunciado en Toulon, el principal puerto militar de la República de Francia, en el que se fijó como objetivo la "refundación" de la Unión.
El presidente galo se comprometió a presentar junto a la canciller Angela Merkel, con la que se reúne este lunes, un plan de reforma de la zona euro que recupere la confianza de los mercados en el futuro del euro. Merkel señaló este viernes que "estamos a punto de dar el salto a la unión fiscal". Ambos parecen coincidir en que esa nueva unión tiene dos caras: solidaridad y disciplina fiscal. Pero el énfasis de París en la primera y el de Berlín en la segunda anticipa unas negociaciones difíciles antes de llegar a un nuevo tratado que rija los destinos del euro para las próximas décadas.
El éxito de ese nuevo tratado, cuyas negociaciones deberían ponerse en marcha el próximo viernes, requiere un equilibrio entre las exigencias de continuar en la Unión Monetaria y los beneficios que redunden de tal esfuerzo. La austeridad por sí sola no bastará para estabilizar una Unión cuyas principales carencias, en contra del diagnóstico manejado a menudo por Berlín, no han sido la falta de control presupuestario sino los gravísimos desequilibrios acumulados en campos como la balanza de pagos interna. Basta recordar que dos de los países más afectados por la actual crisis, Irlanda y España, fueron en la primera década del euro los alumnos aventajados del Pacto de Estabilidad diseñado por Alemania. Pero ni los superávits fiscales ni la reducción de la deuda por debajo del 40% han permitido a Dublín y Madrid resistir el tremendo vendaval de la crisis financiera.
Europa debe dotarse de mecanismos de transferencia de recursos que permitan facilitar la convergencia en tiempos de bonanza y evitar descalabros en tiempos de caída como estos. Sin esos mecanismos, la falta de cohesión solo puede aumentar y el euro acabará resultando muy caro para unos y muy barato para otros, lo que hará su continuidad imposible para todos. Alemania se resiste a dar el paso hacia esa integración por miedo a terminar pagando las facturas de los vecinos, desde la irresponsable gestión de Atenas a la elefantiasis financiera alentada por Dublín, pasando por la burbuja inmobiliaria inflada en Madrid. Sus temores son justificados, pero no deben impedir que el euro avance hacia más integración. La contrapartida para calmar la inquietud alemana debe pasar por un férreo control presupuestario, con poderes centralizados que enmienden los desvíos fiscales.
Algunas capitales observan con preocupación esa capacidad de injerencia y se ha reabierto el debate sobre el déficit democrático de la estructura europea. Pero la cesión de soberanía por el bien común es una opción tan democrática como otra cualquiera. La pertenencia al euro es voluntaria y del mismo modo que se centralizó la política monetaria en el BCE se puede centralizar en parte la gestión de los presupuestos. Los Parlamentos nacionales seguirán teniendo la última palabra en la aprobación de las cuentas públicas. Pero deberán presentar cuentas compatibles con las normas del club al que pertenecen y tomando en cuenta que sus errores o excesos acaban repercutiendo gravemente en el resto de socios.
La nueva zona euro será mucho más exigente, con nuevas obligaciones y más controles. Pero debe ser también una Unión sin fisuras, que recupere la imagen incuestionable que el euro había logrado en su primera década. París y Berlín, primero, y después el resto de socios deben despejar de una vez ese espectro y confirmar ante los inversores que el euro es un proyecto sin marcha atrás. De no ser así, es probable que la historia no ofrezca otra oportunidad.