La recesión, cuatro años después
El mundo desarrollado camina asustado en las últimas semanas con el temor a una nueva recesión generalizada en la piel, que se manifiesta en dramáticas caídas de precios de las compañías en las Bolsas, paralización de los flujos de liquidez en los mercados financieros y búsqueda de cobijo en los activos históricamente mejor pertrechados ante la furia. El oro vuelve a batir sus propios máximos de precio, la rentabilidad de los bonos alemanes cae por debajo de la inflación de la zona euro, el dinero busca afanosamente francos suizos... Nada suena a nuevo, porque este espectáculo se representa reiterada y cadenciosamente así desde hace cuatro años cada cierto número de meses. Pero ahí está precisamente el riesgo: después de cuatro años de crisis, parece que estamos en el punto mismo de partida, aunque con millones de víctimas laborales por el camino, cantidades ingentes de riqueza destruida y, lo que es más desconcertante, la mayoría de la pólvora y de las medicinas quemadas sin haber logrado una solución definitiva apreciable.
En el fondo, se trata únicamente de un cambio estructural en la balanza de la riqueza y del bienestar en el mundo, en el que quienes hasta ahora han sostenido el desarrollo han agotado buena parte de su recorrido porque pretenden hacerlo sostenible con recursos ajenos, esos que precisamente solo pueden aportar los países emergentes, justo quienes pretenden tomar ahora el relevo en el liderazgo productivo. La primera solución encontrada a la crisis, el keynesianismo tradicional, ha resultado insuficiente primero y contraproducente después, porque el ahorro global empieza a sospechar que no es buen negocio financiar huidas hacia adelante de economías que acumulan endeudamientos más altos que el PIB, ni siquiera allí donde la soberanía y la solidez monetaria han sido las primeras garantías.
Cuatro años después, los Gobiernos han agotado buena parte de los recursos, extendiendo la hipoteca sobre las generaciones futuras en todos los países desarrollados, con evidentes riesgos de impago en muchos de ellos. Y los bancos centrales han tomado ya el relevo para sostener al sistema financiero, primero en Estados Unidos y ahora en Europa, e incluso a unos cuantos Tesoros. Esta semana se cumplen 10 años de los atentados contra el corazón financiero norteamericano, que fue la inflexión definitiva para tirar el precio del dinero y, a la larga, la causa del desmedido crecimiento descontrolado del sistema financiero en todo el mundo. Y ahí sigue enquistado el problema: la banca, sobre todo la europea, no está suficientemente saneada, dimensionada y capitalizada, y el temor a un episodio de quiebra financiera sigue atenazando los mercados. Por tanto, esa es la prioridad categórica para superar el punto muerto en el que están las economías, aunque algunas de ellas, como la española, tengan otras cuantas teclas que afinar.