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Columna
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De cigarras y eurohormigas

En plena crisis del euro, con las jaurías de lobos intentando despedazar a los países más débiles de la manada, gobernantes, banqueros y gurús se devanan los sesos pergeñando una receta mágica que permita superar esta maldita crisis que nos desangra y aturde. Unos claman por mayor disciplina fiscal, otros por relajaciones monetarias de vanguardia tipo QE2, los más modernos por los eurobonos, lo último en moda financiera.

Muchas y distintas son las voces, sin que logremos conseguir un consenso mínimo. Griegos e irlandeses, KO; alemanes y franceses, ni están ni se les espera. Y esas divisiones nos debilitan aún más, hasta el punto de que el tercer envite será aún más sangriento si no logramos ahuyentarlo con nuestra fortaleza común. Porque así, desde luego, no podremos seguir por mucho tiempo. Todos sabemos que solo tenemos dos alternativas por delante. O dinamitamos al euro de forma controlada o lo reforzamos con instituciones europeas de gestión efectiva económica. Es mejor esta segunda opción que la primera, por más que signifique cesión de soberanía de los países miembros y un mayor compromiso de disciplina y rigor en la gestión presupuestaria y fiscal. Pero así es la vida; todo lo que se quiere cuesta. En el euro lo pasaremos mal; fuera de él, aún peor.

La historia nos enseña que los grandes cambios solo son posibles bajo dos circunstancias. En aquellos casos que exista una idea y unos líderes que ilusionen y que arrastren, o bien como reacción ante una situación de colapso. Sin líderes ni ideas, nuestro sistema está rondando el colapso: los cambios, para bien o para mal, son ahora posibles. Ya veremos por dónde se encauza esta energía brava de nuestra perplejidad. Pero la cosa no será fácil.

Más allá de las recetas económicas y financieras, existe el sentimiento colectivo de los pueblos. Y comenzamos a ser testigos de derivas muy peligrosas para el futuro. En pleno desconcierto, comienzan a oírse voces contra Merkel, sacerdotisa suprema de la ortodoxia del puño cerrado para dádivas y dispendios. Europa será, en gran parte, lo que ella decida y, por eso, todos nuestros ojos ansiosos se centran en cualquiera de sus señales y signos. Nuestra vice Salgado la atacó al cuello, Zapatero le siguió e incluso el prudente presidente del Eurogrupo Jean-Claude Juncker la acusó abiertamente de antieuropea.

¿Qué está pasando? Pues algo bien sencillo: con razón o sin ella, los alemanes se ven como los paganos de la fiesta europea. Ellos serían las hormigas que trabajan y ahorran, mientras que nosotros representaríamos el gozoso papel de las felices cigarras del Sur, que nos hemos divertido de lo lindo mientras duraron los días largos y templados. Ahora ha llegado el frío invierno y suplicamos a sus puertas para que nos presten el grano que almacenaron. Se niegan y, por eso, los criticamos. Para nosotros no son más que unos avaros egoístas, mientras que nosotros seríamos para ellos unos manirrotos irresponsables. Temen que si nos abren sus graneros puedan terminar tiritando como nosotros.

Los alemanes nos observan con estupor. Le pedimos que gasten más y que nos presten el dinero que necesitamos. No terminan de comprender nuestra actitud y mucho menos nuestras críticas. ¿Por qué no hacéis vosotros lo mismo que nosotros llevamos años haciendo? -parecen contestarnos-. Hemos contenido nuestros salarios, flexibilizado nuestras leyes laborales para favorecer la competitividad y la productividad, hemos mejorado nuestro sistema educativo y ajustado nuestro Estado de bienestar. Estábamos mal, y ahora estamos bien. ¿Qué es lo que queréis? ¿Que nos pongamos a derrochar ahora? ¿Que no sigamos luchando por incrementar nuestras exportaciones? Eso piensan, y alguna razón tienen.

Su receta mágica ha sido la austeridad, la disciplina y la contención en los gastos públicos y privados; la estabilidad de la moneda y de los precios, y la flexibilidad en lo laboral y salarial. Y el invento les ha funcionado, vaya que si les ha funcionado. Crecen a un ritmo más propio de un país en vía de desarrollo que de uno avanzado. Están orgullosos de lo que han hecho, y se sienten con autoridad moral suficiente para regañar a los que perdimos un tiempo precioso y aún nos negamos a acometer las reformas que ellos tuvieron que afrontar. Seguramente no tienen toda la razón, pero lo malo del cuento es que todos recordamos como terminaba la dichosa fábula de la cigarra y la hormiga. Carpe diem, amigo.

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