Basilea III y el modelo de crecimiento
Los acontecimientos de los tres últimos años, una vez más, reflejan la profunda implicación entre los lados financiero y real de la economía, y enseñan que los desequilibrios financieros de los agentes económicos acaban incidiendo fatalmente en el empleo y en la cohesión social. Como es notorio, desde mediados de 2007 se vienen dando en las economías avanzadas sucesivos episodios de una crisis sistémica sin precedentes cercanos.
Primero explotan las burbujas financiera e inmobiliaria, gestadas largos años atrás por la concurrencia múltiple de políticas monetarias expansivas, ausencia de adecuada regulación y supervisión financiera y la irresponsable actuación crediticia de algunas instituciones financieras. Luego tiene lugar una muy grave crisis bancaria y bursátil, a la que sigue una no menos grave crisis de gasto, con fuerte incidencia en la producción y en la renta, y muy intensa repercusión en el empleo (especialmente en países como EE UU y España). A su vez, la intensa crisis de la economía real (gasto, producto, renta y empleo) propicia graves desajustes de las finanzas públicas nacionales, que ponen en marcha nuevos episodios de crisis financiera (la crisis de la deuda soberana, más crisis bursátiles y la crisis de la eurozona).
Tras esta muy grave crisis, queda claro que no sólo importa que las finanzas públicas mantengan equilibrios básicos (como enfatiza el Tratado de Maastricht de 1992), sino que es absolutamente necesario que las finanzas de los bancos guarden equilibrios básicos, no sólo de solvencia a largo plazo sino también de liquidez a corto plazo.
El acuerdo de Basilea, aunque tardío y de lenta aplicación, constituye una buena noticia para el necesario cambio de modelo de crecimiento que precisan muchas economías avanzadas, capaz de crear empleo (de mayor productividad). Europa en general y España en particular necesitan urgentemente dar pasos para el cambio de su modelo de crecimiento. Hace ya una década lo reclamaba, con escaso éxito, la Estrategia Lisboa 2000, exigiendo estabilidad macroeconómica (sin poner especial atención en el equilibrio financiero de los bancos) y reformas estructurales. Lo vuelve a reclamar la nueva Estrategia Europa 2020, aprobada en junio por el Consejo: es preciso el cambio hacia un modelo de crecimiento inteligente, sostenible e integrador.
El nuevo modelo de crecimiento requiere no sólo el cambio del modelo productivo (lo cual exige otro entorno socioeconómico, más idóneo para la reasignación de recursos humanos y financieros en torno a una dinámica productiva innovadora), sino también el cambio de patrón de gasto (menos consumista y especulativo, más ahorrador e inversor en capital humano y tecnológico). Ello sin olvidar cambios en aspectos relativos a la distribución y redistribución de la renta. Por ejemplo, el cambio de pautas en la fijación de precios y salarios (con más competencia en los mercados y mayor sintonía entre salario y productividad, que faciliten la reasignación y la movilidad de recursos) o la modernización de la protección social, entiéndase, una protección social inteligente que saque partido a las sinergias entre la eficiencia productiva y la cohesión social.
Y para el logro de otro modelo productivo y otro patrón de gasto sobran los excesos de la política monetaria (que alientan burbujas de activos) e inadecuadas regulación y supervisión financieras (que no las frenan). En concreto, una adecuada política financiera diseñada a nivel supranacional, exigiendo que los bancos tengan balances más saneados, frena gestiones irresponsables del crédito que alientan patrones de gasto especulativos con endeudamiento exagerado de las unidades económicas, germen de crisis financiera y real; en cambio, fomenta la transparencia y la confianza.
La aceptación por el G-20 y la aplicación por los Estados de los acuerdos de Basilea III, que establecen reglas más exigentes (que tienen en cuenta la dimensión de las entidades y el ciclo económico), no sólo de solvencia bancaria a largo plazo sino también de liquidez a corto plazo, puede contribuir a una mayor estabilidad y equilibrio financiero de las entidades bancarias (y por extensión de las empresas y de los hogares), favoreciendo una dinámica de crecimiento más estable y sostenido.
José Ramón de Espínola. Director del Departamento de Economía de Comillas-ICAI-ICADE