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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Negocios, libertad de empresa y nacionalismo

Telefónica ganó ayer por aplastante mayoría el pulso planteado por Portugal Telecom para impedir a la española el control de Vivo, la filial brasileña que comparten los dos grupos. Pero no pudo disfrutar de un triunfo holgado y trabajado (obtuvo en la junta celebrada ayer en Lisboa el respaldo del 74% de los votos, exceptuadas las abstenciones) y bien estimulado por una oferta de última hora, que se elevaba hasta 7.150 millones de euros por las acciones de Vivo que atesora PT, por la zancadilla política del Gobierno de Lisboa. Un escandaloso movimiento que se suma a las trabas, seguramente legítimas y legales, que los gestores de PT han puesto en el camino.

En un ejercicio de desprecio absoluto a la voluntad expresada por los accionistas de Portugal Telecom, los verdaderos propietarios de la compañía, el Gobierno portugués, utilizando un instrumento jurídico propio del alejado siglo XX, ha paralizado una de los operaciones con más lógica empresarial de cuantas se han planteado en el siglo XXI. El Gobierno luso ha secuestrado el legítimo derecho de los propietarios de Portugal Telecom a vender uno de sus activos cuando tenían sobre la mesa una suculenta oferta económica, que triplicaba el valor expresado en el mercado.

El Ejecutivo que preside José Sócrates, en una decisión ejecutada por vez primera en Europa, hace valer la acción de oro que le otorgan los estatutos de Portugal Telecom para neutralizar cualquier tipo de desinversión. Con una decisión desautorizada reiteradamente por Bruselas, paraliza movimientos corporativos legítimos, transparentes, bien valorados financieramente, y que afectan a una empresa que únicamente opera en un país al otro lado del Atlántico, como es Vivo. Ya es difícil de argumentar que el servicio de telefonía pueda considerarse estratégico como para justificar un instrumento trasnochado como la acción de oro. Pero desde luego es mucho más complicado afinar el argumento cuando tal servicio se presta por una empresa brasileña, por trabajadores brasileños y para ciudadanos brasileños, como si de un reducto del paternalismo colonial se tratase. Serían las autoridades de Brasil las que deban interpretar si el control de Vivo por Telefónica y su ulterior fusión con la compañía de telefonía fija Telesp puede dañar la competencia en el mercado de las telecomunicaciones brasileñas. Pero las de Portugal no están llamadas a tal cometido.

Precisamente dentro de una semana los tribunales comunitarios deben fallar contra la acción de oro que Portugal retiene, y ejerce tal como ayer demostró, en Portugal Telecom. Y la sentencia, a juzgar por la posición expresada por el abogado general en diciembre pasado, pondrá en su sitio al Gobierno luso, al que únicamente le quedará la posibilidad de prolongar el litigio para retrasar una operación (la compra de Vivo por Telefónica) que han avalado los accionistas de Portugal Telecom y que está proyectada para explotar todo el negocio potencial que tienen las telecomunicaciones en el país emergente con más futuro del cono sur.

Pero los negocios no pueden caminar al ritmo de la política, y menos cuando la función de ésta es obstruir la buena marcha de los negocios. Por tanto, por vital que parezca Vivo para el balance y la cuenta de resultados de PT, que lo es, no tiene sentido impedir su crecimiento como lo ha hecho la portuguesa hasta ahora, cuando hay una alternativa multiplicadora sobre la mesa. Por ello, la política tiene que cambiar el paso, para que desde Bruselas, desde Madrid y desde Lisboa, la presión de políticos, empresarios, líderes de opinión y analistas del mercado acorten los plazos los más posible.

El Ejecutivo luso tiene que entender que en una economía sin muros, en un mundo plano a efectos de los negocios, y en una Unión Europea con moneda única y sin fronteras, no se pueden poner zancadillas políticas a la libertad de movimientos de los capitales ni a la libertad de empresa, y menos por ejercer un indisimulado nacionalismo económico más propio de escudos y pesetas, del pasado en definitiva, que de euros. La zona euro se ha dotado de unos instrumentos de libertad económica y de respeto a la competencia que deben convertirla en la primera potencia económica del mundo. Pero sus países no pueden mantener herramientas provincianas que vulneran abiertamente la seguridad jurídica, y que terminan reduciendo los flujos de inversión.

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