Obama, como Fernando Alonso

Hay veces que nos empecinamos en algo y no paramos hasta destruirlo. Pocos daban un duro por él, pero ahora se ha convertido en el gran salvador. Cuando ganó las elecciones el pasado mes de marzo, fue un soplo de aire fresco, no sólo para Estados Unidos sino para el mundo entero. En Barack Obama se depositaron muchas esperanzas, sobre todo para atajar la crispación que se vivía en el mundo. También se esperaban, como agua de mayo, sus ideas e iniciativas económicas para salir de esta crisis, originada en su país y que como un ciclón se extendió al resto de las regiones. Es el presidente del buen rollito. A su lado, o si él está cerca, parece que nada malo puede ocurrir.

Hasta las ciudades que competían con Chicago contuvieron la respiración cuando se supo que Obama y su esposa, Michelle, viajaban a Copenhague para apoyar la candidatura de la ciudad estadounidense como sede de los Juegos Olímpicos de 2016. En esta ocasión y como todo el mundo sabe, la intervención de la pareja no pasó de ser alabada por los allí presentes y sobre todo por los medios de comunicación, pero no influyó en la decisión del COI.

Una semana más tarde, vuelve Obama por la puerta grande, con el Premio Nobel de la Paz. ¿Se lo merece? Me cuesta encontrar razones para concederle esta distinción a alguien que tan sólo lleva seis meses en el cargo y que apenas ha tomado medidas en este sentido. Y no me sirve que el mundo está más tranquilo teniéndole a él en la Casa Blanca. En un escenario más doméstico, es como cuando le dieron el Príncipe de Asturias a Fernando Alonso, con 24 años y sin haberse proclamado todavía campeón del mundo de Fórmula 1. ¿Qué premio les concederán a Obama y a Alonso cuando hayan consolidado su carrera?