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Columna
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El registro de los bienes públicos

No hemos inventado nada. Sólo hemos legislado de forma más prolija, pero los conflictos entre lo público y lo privado son tan antiguos como la sociedad. Los romanos ya consideraban res communes las riberas del mar. Cosas tan extra comercium como el sol, la luna o el aire. El Código Civil de 1889 declaró dominio público los puertos y las riberas del mar. Lo mismo hicieron las leyes de costas de 1969 y de Puertos de 1928. Por si quedara alguna duda, esa demanialidad marítima y portuaria tiene rango jurídico constitucional. Sin embargo esa claridad normativa se torna confusión en la realidad pues todo derecho patrimonial propio tiene zonas de fricción con los derechos de terceros. Cuando se ha tratado de aplicar con rigor la Ley de Costas, nos hemos encontrado numerosos enclaves privados en dominio público, algunos de los cuales gozan incluso de apariencia de legalidad.

Una de las causas de esta patología se encuentra en el tradicional divorcio entre el Registro de la Propiedad y el Dominio Público. Dado que los bienes demaniales son inalienables, inembargables e imprescriptibles, la Administración no ha sentido interés en acudir a una institución para la protección de derechos patrimoniales privados. Pero la realidad es que tanto el Registro como la Administración han sufrido una transformación sustancial en su fisonomía íntima. Aquel ha devenido en eficaz instrumento de policía urbanística y de auxilio administrativo sin dejar de cumplir su primigenia función de tutela privada. Y frente a la Administración todopoderosa de antaño que concebía al individuo como súbdito en una relación de poder vertical, se ha pasado a una Administración limitada en su imperium y a una concepción del individuo como ciudadano titular de derechos fundamentales.

El horizonte está cambiando, aunque lentamente. Las inercias cuestan de modificar. Pero desde la promulgación de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas del 2003, toda Administración está obligada a proteger sus bienes y eso incluye el deber de inscribirlos en el Registro. Hay bienes públicos cuya inscripción urge por su complejidad y su importancia económica. Bienes como los puertos o aeropuertos, con grandes zonas de servicio, que incluyen elementos de distinta naturaleza en los que están involucradas diferentes administraciones, a veces con intereses políticos contrapuestos; son infraestructuras complejas que lindan con inmuebles privados sometidos a servidumbres o que están en zonas de expansión urbanística o en los que se prevé la entrada de capital empresarial en distintas formas de cogestión o que sustentan concesiones.

Cierto es que una obligación sin sanción resulta una mera recomendación, pero el arbitrio judicial puede cambiar el panorama al aplicar la ley en su letra y espíritu. Ya hay alguna sentencia que ha privado a la Administración de alguno de sus bienes por no haber cumplido la obligación de inscribirlos para hacerlos oponibles frente a terceros de buena fe. En definitiva, se trata de una lógica consecuencia de la tutela judicial efectiva de los administrados. La cuestión no es baladí. Puede tener graves repercusiones en un futuro más o menos próximo, sobre todo en relación con los grandes espacios públicos de interés estratégico y económico.

José Antonio Miquel Silvestre. Registrador de la Propiedad

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