Un arte de vanguardia
La encuadernación se apropia de las últimas tendencias de las artes plásticas.
La vanguardia se ha colado en los talleres de encuadernación. De un tiempo a esta parte, muchos artesanos están dando la espalda a esos nervios que desde antiguo adornaban los lomos de los libros, a los cortes dorados y a la filigrana, y despliegan por tapas, guardas y solapas recuerdos, sensaciones y emociones, aquellas que la obra literaria encierra. Trompetas y Cítaras en los Códices del Beato de Liébana, que la húngara Sün Evrard encuadernó para Carlos Romero de Lecea y hoy guarda la Fundación Lázaro Galdiano, es un ejemplo sobresaliente, pero no el único.
Los trabajos de José Luis García o Ana Ruiz Larrea están desde hace tiempo en las bibliotecas de los grandes bibliófilos europeos, y su obra, singularísima, ha creado escuela. Es más, sus construcciones pueden contemplarse en la Biblioteca Real. Allí reposa un ejemplar de Luz, o fuego, o vida, del poeta Ángel González, encuadernado por Ruiz Larrea, y El vuelo alto y ligero, de José Ángel Valente, con diseño de José Luis García. También comienza a ser muy valorada la obra de Luis Mínguez, que cuenta entre sus clientes con miembros de diversas monarquías europeas y la universidad y el obispado de Alcalá de Henares. Este madrileño fue el pasado año Premio Nacional de Encuadernación con la obra Sidney West y otros poemas, de Juan Gelman. Mínguez, como él mismo declara, se siente heredero de los Galván, estirpe de encuadernadores españoles que ocupa un lugar destacado en el cuadro de honor del siglo XX, junto a los Brugalla y Palomino.
Al contrario de lo que sucede con la encuadernación de orden clasicista, el punto de partida de la artesanía contemporánea siempre es el propio libro: su tipografía, su papel, sus ilustraciones y, sobre todo, su texto. De tal manera que cuando el trabajo está terminado es un conjunto que habla, que produce sensaciones, que no deja indiferente.
Esta forma de entender la encuadernación tiene más seguidores fuera que nuestras frontera que dentro, como reconoce Guadalupe Rubio de Urquía, presidenta de Afeda, la asociación para el Fomento de la Encuadernación de Arte (www.afeda.org). 'Las escuelas europeas, la anglosajona, la holandesa, la nórdica y, sobre todo la francesa, son más atrevidas, dan más rienda suelta a la imaginación', dice Rubio de Urquía. 'El diseño contemporáneo se suma a las corrientes plásticas actuales y usa sus técnicas. Este es el punto de partida, el resto depende de la pericia e imaginación del artesano', apostilla Pilar Horcajo, segundo premio Nacional de Encuadernación 2004. Siempre fue así hasta el siglo XX. La inspiración fue mudéjar cuando el arte lo fue. Y hay grandes obras renacentistas y barrocas.
La encuadernación es, debería ser, creación artística, pero su función primera, recuerdan los profesionales, no es otra que la de guardar el libro de su gran enemigo, el tiempo. 'La construcción es lo más importante, decía Luis Mínguez tras ganar este año el III premio José Galván por su obra Tierra quemada. A veces, por conseguir volúmenes o efectos novedosos se pierde solidez. Ante todo, estamos obligados a proteger la obra'.
Detrás del arte de la encuadernación siempre hubo un mecenas. Ha sido y es una maestría minoritaria y exquisita. En España lo fueron, y hoy son reconocidos como tales, José Lázaro Galdiano, Carlos Romero de Lecea y Bartolomé March antes de fallecer en 1998. La tradición continua, aunque no vive sus mejores horas. El libro ya no representa un logro social, es sólo un capricho de bibliófilos.
La armonía del diseño contemporáneo
Philip Smith, uno de los profetas de la fine bookbinding o de la encuadernación original, proclama uno de los dogmas estéticos que la vanguardia ha hecho suyos: atenerse al libro. Pero llevar este dogma a la práctica exige conocimiento, frecuentación y trato con la literatura. 'Es importante leer la obra, y dejar que ésta también se exprese a través de nuestro trabajo', dice Pilar Horcajo, alumna de Ana Ruiz Larrea. A juicio de esta encuadernadora, el trabajo debe respetar al máximo el volumen, de manera que si la encuadernación desaparece éste quede intacto, y ha de guardar cierta armonía con lo que allí se esconde. 'No tiene sentido construir siguiendo un orden estético que no se corresponde con lo que narra el autor. Es la obra literaria, no el gusto de su propietario, quien ha de marcar las pautas del diseño', añade Horcajo. Sin embargo, no todos los encuadernadores y todos los amantes de los libros piensan igual y la tradición clasicista se mantiene viva en España. Mucho más que en el resto de Europa.Los grandes bibliófilos comparten el juicio de la vanguardia. Sólo hay que recordar las palabras de la húngara Sün Evrard cuando le preguntaron qué consigna le había dado Romero de Lecea para encuadernar el volumen que contiene el discurso leído como miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando: 'Me dejó total libertad, y eso que me entregaba un libro que llevaba guardado en su corazón'. Lo cuenta Juan Antonio Yebes en el catálogo de la exposición que la Fundación Lázaro Galdiano, de la que es bibliotecario, dedicó a las obras de este financiero español.