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Columna
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Ponga un optimista en su vida

En el apogeo de su poder, Stalin inspiraba terror entre los gánsteres de su corte. Hasta tal punto que, según las crónicas, cuando cometía un error todos los que intervenían tras él repetían la misma equivocación. Aunque se tratara de un simple lapsus, los palmeros preferían no corregir al jefe. Por si acaso.

El caso anterior llega al absurdo. Pero nuestras actitudes, creencias y comportamientos son influidos por los de los demás. Nada nuevo. Los psicólogos han probado que la tendencia de las personas a discrepar en un grupo es inversamente proporcional al tamaño y cohesión de éste. Independientemente de que el grupo esté o no equivocado.

Así lo prueban experimentos como los de Salomon Asch, en los que un grupo de personas debían responder algunas preguntas sencillas. En realidad, todos los participantes excepto uno conocían que se trataba de un experimento y daban una misma respuesta, evidentemente incorrecta, a las preguntas. El propósito era ver si el único participante que no sabía lo que estaba sucediendo era capaz de opinar en sentido contrario al de los demás. Generalmente no lo era; cuando un puñado de personas opina en una misma dirección es difícil que un único individuo se atreva a discrepar, aunque el error del grupo sea evidente.

En versiones más o menos edulcoradas, encontramos la misma tendencia a la conformidad en los consejos de administración de las empresas mal gobernadas, o entre analistas financieros y otros profesionales de lo arcano.

La conformidad también aparece en grandes grupos de personas sin una autoridad central aparente. Un comportamiento similar al de los rebaños o los bancos de peces. Los mercados están llenos de comportamientos de este tipo. El inflado de las burbujas bursátiles y el pánico que las sigue son un claro ejemplo. El comportamiento en estos casos es irracional y marcado por la emoción: codicia cuando los mercados van bien y pánico cuando caen. Ilustres académicos han identificado esta tendencia como señal distintiva de la irracionalidad colectiva de los inversores. Pero ya decía Keynes que el mercado puede comportarse de manera irracional durante más tiempo del que uno puede mantenerse solvente.

Olivier Blanchard, economista jefe del FMI, publicaba en The Economist una tribuna con su punto de vista sobre la crisis. Bajo el sugerente título (Casi) nada que temer excepto el miedo, opinaba que eliminando la incertidumbre de los mercados buena parte del problema estaría resuelto y que pronto volveríamos al business as usual. La actual incertidumbre provoca una prudencia extrema y perniciosa entre inversores, empresas y consumidores. Nadie compra un coche si cree que se acerca la peor depresión desde la caída de Constantinopla. Aunque la prudencia individual es racional, a nivel agregado es casi catastrófica.

Entre otros, Blanchard sugiere un estímulo del consumo que serviría para estimular la demanda y para disipar de los cerebros de los consumidores la idea de que estamos de nuevo en 1929.

En suma, nos enfrentamos a un problema de incertidumbre y a la perentoria necesidad de cambiar la percepción colectiva sobre la gravedad y perspectivas de la actual situación. Difícil, cuando cada nuevo pronóstico aleja un poco más la recuperación y vaticina efectos crecientemente devastadores. Cenizos.

Todo ello nos lleva a cómo disipar la incertidumbre y cambiar pesimismo por optimismo. Académicos de distintas disciplinas llevan algún tiempo estudiando este asunto. Lo que nos dicen es que, en algún momento, florecerán opiniones en contra de la idea generalmente extendida. Al igual que sucede con las modas, ser partícipe de una idea que todo el mundo comparte deja de ser atractivo después de algún tiempo. Además, los disidentes ganarán adeptos rápidamente y multiplicarán la población de optimistas. Según nos dicen académicos de la Universidad de Pittsburgh, los disidentes sólo se mantendrán en sus trece si saben que hay gente que opina como ellos. Nadie quiere pasar por loco.

En suma, y aunque parte del daño ya está hecho, necesitamos que inversores, empresas y consumidores comiencen a ver el mundo de color de rosa. Por eso, si algún amigo les dice que la recuperación se producirá inesperadamente y antes de lo previsto no se rían de él. Pidan que se le declare especie protegida y conviértanse a su religión. Y cambien de lavadora, que todo va a ir bien.

Ramón Pueyo. Economista de Global Sustainability Services de KPMG

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